sábado, 20 de octubre de 2012

Un Nobel que pidió buñuelos


Cuando Mo Yan, seudónimo que quiere decir “No hables”, se enteró de que la Academia Sueca le había otorgado el Premio Nobel de Literatura comentó de manera austera que solo quería estar en el campo con su familia comiendo “baozis”, humildes buñuelos rellenos de carne, típicos de China. Se sabe que rechazó un Ferrari, anunciado por un apurado filántropo, y que el dinero del premio lo utilizará para comprarse una casa, que probablemente construirá en su actual hogar de apenas cien metros cuadrados, morada de tres generaciones.
Admirador de Faulkner y de García Márquez -con su realismo alucinatorio- su literatura y su vida tienen un sentido filosófico de vida. Su obra más famosa es “Sorgo rojo”, llevada al cine. Más allá de las críticas injustas recibidas y hasta envidias, Mo Yan nos recuerda a esos sabios taoístas despreocupados, que por medio de alegorías, de relatos orales, logra una intrincada y laberíntica obra como si se tratara de los pergaminos de Melquíades.
Su literatura no es condescendiente con la realidad de su país, aunque muchos -como en todos lados- lo han acusado de oficialista. Su obra es parte de esa gran tradición china que Occidente aún tiene que descubrir, en una tierra donde alguna ocasión levantaron una inmensa muralla y un emperador destruyó todos los libros para anular el pasado.
Creo que para entender a Mo Yan hay que volver a las antiguas fuentes, no precisamente del confucianismo, una de las estrategias del poder, sino del taoísmo, de la mano de Lao Tsé. Allí está una sabiduría de lo insensato, las ventajas del disfraz, la fuerza de la debilidad y la sencillez de los verdaderamente complicados, como nos recuerda Lin Yutang.

No se podría entender de otra manera que el laureado escritor siga aferrado al campo, en una provincia de China, al parecer, bajo el influjo del Tao: “La mayor sabiduría parece estupidez / la mayor elocuencia semeja tartamudez”.
Eso nos recuerda al poeta Tao Yuanming, 372 al 427 de N.E., quien en su juventud aceptó un cargo oficial de poca importancia. Cuando un delegado del gobierno llegó, su secretario le dijo que debía recibirlo con una túnica y debidamente arreglado. El poeta suspiró y exclamó: “No puedo doblegarme y hacer reverencias por cinco fanegas de arroz”, e inmediatamente renunció para escribir su famoso poema “¡Ah, a casa vuelvo!”, cuyos versos dicen: “¡Ah, a casa vuelvo! ¿Por qué no volver, si veo que mi campo y mi huerto de cizañas está lleno? Yo que he hecho de mi alma un esclavo de mi cuerpo: ¿por qué tener pesares y dolerme a solas?… hoy sé que estoy en lo justo, si ayer el error fue completo”.


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