El mundo natural, en la cosmogonía de los pueblos originarios como es el caso de los Caranquis, al norte del país, no son meros elementos del paisaje sino están conectados a su mitología.
Tal es el caso de las lagunas, que son deidades del agua, que son parte de un panteón mítico bajo la tutela de los montes, como el Taita Imbabura y la Mama Cotacachi, a diferencia de las deidades del sol, que trajeron los incas pero que apenas se introdujo y, esa sí determinante, la cruz llegada de la mano de los conquistadores y sus cristos agónicos y sangrantes.
Este sincretismo está presente en este mito que comparto: Manuel Santillán no tenía consuelo. Su longuito, su sobrino querido se había ahogado en el lago San Pablo. Habían pasado varios días pero su cuerpo permanecía en las aguas. Con los ojos colorados acudió donde un yachac.
El brujo le dijo que construyera una cruz enorme y que le cubriera de flores. En el centro debía poder un cuy, también llamado conejillo de Indias, y unos huevos. La cruz debía ser clavada en el sitio donde pereció el muchacho. Además una advertencia: quienes hundieran la cruz debían ser hombres valientes porque es posible que vieran el Infierno.
El yachac habló y Manuel Santillán pensó que cualquier sacrificio valía la pena si los restos del joven surgían del lago, después de tantos días. Por eso, con la enorme cruz a cuestas y con la ayuda de otros indios valientes, Santillán llegó hasta el Imbacocha, como se lo conoce también al lago San Pablo.
Entraron a sus aguas cristalinas, rodeadas de totoras. Mientras arrastraba la cruz cubierta de flores, Manuel Santillán pudo ver el infierno: era un diablo que estaba acostado de espaldas dentro del agua. Los pies estaban en dirección a Reyloma y la cabeza hacia Camuendo.
Al otro día, el cuerpo del joven emergió de su prisión de agua: los símbolos del brujo indígena se confundieron entre las flores que flotaban en el lago, de aguas mansas y totoras. Acaso Manuel Santillán miró al supay, la fuerza del mundo andino, más que el diablo que hace mucho tiempo perseguía al brujo con su fétido aliento. (O)
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