Y
vi toda la tierra de Tomebamba, florecida! / ¡Sibambe, con sus hoces de azufre,
cortando antorchas en la altura!...”. Así inicia el poema Catedral salvaje, de
César Dávila Andrade. “Mi talismán de barro y el fluvial / progenitor de donde
vengo, / me circundan ahora, entre / dulces cilindros y entre herrumbres”,
comienza Cuadernos de la tierra, de Jorge Enrique Adoum. Son poemas de los
orígenes, de interrogantes sobre lo que somos, como Los amantes de Sumpa, de
Iván Carvajal, o El habitante amenazado, de Hugo Salazar Tamariz.
Para
María Augusta Vintimilla, la obra de Efraín Jara Idrovo, cuyas cenizas volverán
a Galápagos, deja a un lado el mito fundador para afirmar una subjetividad
individual que, simultáneamente, se quiere universal.
“No
le seducen las singularidades del paisaje americano sino el cosmos, la
naturaleza contemplada como un escenario de cierto modo abstracto en el que
contienden fuerzas cósmicas; tampoco se remonta al pasado en busca de raíces
ancestrales o de los grandes temas de la historia, sino que su tiempo es el
presente, los dones frugales de la existencia, la cotidianidad más inmediata”.
Así
se entiende esa elegía que es Sollozo por Pedro Jara: “el radiograma decía /
‘tu hijo nació. Cómo hemos de llamarlo’ / yo andaba entonces por las islas /
dispersa procesión del basalto / coágulos del estupor…”.
Ese
desgarramiento del poeta es también un cuidado experimento por convocar, de
manera profunda, a la palabra. Es una estética, la promesa de sol que no
termina de caer en la tarde, para citar a Borges. Es también la palabra que cae
al vacío, sin paracaídas, para recordar a Vicente Huidobro y ese monumento de
la lengua que es Altazor.
Como
bien señala Vintimilla, hay otros ejemplos de esta poesía que aspira a la
palabra. Está el caso de Octavio Paz: “una palabra inmensa y sin revés”, o de
César Vallejo que resume en el siguiente verso: “y si después de tantas palabras,
no sobrevive la Palabra”.
Ecuador,
en medio de tantas palabras huecas, no sabe aún al poeta que ha perdido con la
partida de Jara Idrovo, hecho de roca fulgurante con “aquella sonrisa ya ganada
por la melancolía”. Es como si ya no estuviera más el “Fakir”
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