domingo, 1 de marzo de 2015

Un mito de Yahuarcocha



Las lagunas en el mundo andino son sagradas. Para los caranquis, quienes florecieron del 500 al 1.500 de Nuestra Era, además del Taita Imbabura, los espejos de agua eran una deidad. Comparto esta mitología.

La hacienda se encontraba rodeada de montañas. Gráciles pájaros cantaban y los árboles eran inmensos y proyectaban sombras amables. Su patrón era un hombre de aspecto duro. Tenía esa extraña manía de atesorar monedas y apreciaba contemplarlas resplandecer en las noches.

Su avaricia era proverbial: prefería comer los desechos para que no se desperdiciaran y padecía compartir su pan. Era cicatero con su servidumbre y tenía unos perros enormes a los que también mal alimentaba, pese a que protegían sus heredades con sus colmillos lustrosos.

Un día, llegó hasta esos parajes un viejecillo. Tenía los ojos de los vagabundos y llevaba un mínimo morral como única compañía. Su atavío era modesto y estaba adornado de hilachas de colores. Era un mendigo, esos seres que profesan el temperamento de los gorriones nómadas. Recorría los caminos pidiendo limosna.

Acertó a pasar por la hacienda del avaro. Se sabe que atravesó la agreste puerta. El hombre de ojos refulgentes y metálicos lo recibió con desprecio. Sintió cólera ante la mano alargada y no entendió que en el mundo también hay desvalidos, precisamente por la mezquindad de unos pocos. Es que su fortuna precisamente se generaba por tratar cruelmente a sus servidores y no pagarles lo justo. Su rostro se encendió.

Este hacendado llamó a su mayordomo para que soltara a sus perros y despedazaran al mendigo. El encargado de estos campos tenía un buen corazón. Esperó que el avariento entrara a su casa y se dirigió hasta donde estaba el anciano, con una escudilla de madera gastada.

Le indicó que debía salir inmediatamente de la propiedad. Le confirió que el patrón había ordenado soltar a los atrevidos perros, pero que, aunque no cumpliría este funesto encargo, prefería que el mendigo tomara otro camino.

El pordiosero le agradeció que le salvara la vida. Después, mirándole a los ojos le reveló un secreto: la hacienda sería destruida esa misma noche como castigo a las maldades de su dueño. Quien apreciara su vida debía irse a las lomas más cercanas porque la condena era inminente.

El hombre benévolo supo que los labios del mendigo no mentían. Con discreción llevó sus pertenencias hasta la loma de Aloburo. Hizo varios viajes. Las nubes se encresparon y una lluvia prodigiosa se desató como si por primera vez las tempestades se asomaran por el mundo.

Los truenos se sucedían y la lluvia era intensa. El mayordomo, desde su refugio de Aloburo, escuchó cómo se arrastraban las vertientes que bajaban del Imbabura, como si fueran serpientes de agua deslizándose hasta la hacienda.

Al amanecer, el antiguo encargado miró un paisaje desolado. Donde antes se encontraba la heredad del avaro emergía una laguna, de aguas aún turbias. No había rastros de los corrales de animales, peor de los ojos miserables de quien atesoraba riqueza con la sangre ajena. Así, dice, nació Yahuarcocha.


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