martes, 24 de diciembre de 2013

¡Odio la Navidad!

De las tradiciones de la humanidad, sin duda, el nacimiento de un niño -digamos migrante, para utilizar términos actuales- en un humilde pesebre, mientras lo buscan tres reyes magos para mirar al futuro rey, subyuga ya unos dos mil años. Por cierto, los nombres de los reyes, Gaspar, Melchor y Baltasar no constan en la Biblia sino en los evangelios apócrifos.
No seré cansino hablando de Papá Noel y sus renos, curiosamente anclado en los llamados malls, donde recibe cartas de los niños que le piden regalos, que acaso no podrá cumplir. No evocaré la idea del pesebre recreado por San Francisco, quien era amigo de los pájaros. Tampoco escribiré de los futuros rambos y barbies que se expenden entre el vértigo que son las nuevas catedrales de la posmodernidad, como son los centros comerciales, que incluso, como si fuera un altar, tienen al tótem del árbol nórdico.
Por cierto, los nombres de los reyes magos, Gaspar, Melchor y Baltasar, no constan en la Biblia sino en los evangelios apócrifos.No mencionaré, por ningún motivo, esa maravilla de cuento que es La niña de los fósforos, de Hans Christian Andersen, y peor traeré a escena a Ebenezer Scrooge, un hombre avaro y tacaño que no celebra la fiesta de Navidad a causa de su solitaria vida y su adicción al trabajo, que llega de la pluma de Charles Dickens. Pero sí mencionaré que en estos días acaba de publicarse Navidad de a perro, de Mónica Varea, ilustrado por María Paz Cordovez, donde una mascota nos da un sorprendente mensaje de lo que siente en la Nochebuena, no exento de sutileza, que es el verdadero sentido de contar un cuento.
No hablaré del pesebre más hermoso que he visto realizado por Yolanda Cabrera y su hija, Anita Albuja, en su local de venta de chicha de yamor, en Otavalo (en la calle Estévez Mora y Sucre, barrio Punyaro), donde toda la cultura popular se desborda en siete metros de extensión, en medio de una alegoría de lo que somos los ecuatorianos.
Aunque estoy tentado a escribir en defensa de los pavos no incurriré en semejante despropósito porque sería una afrenta a los pollos, que también tienen su legítimo derecho de asistir a su última cena. No caeré en la tentación de hablar del espíritu navideño, de los maravillosos villancicos de Salvador Bustamante Celi (Claveles y rosas/ la cuna adornad/ en tanto que un ángel/ meciéndola está…) o del trabajo de Margarita Laso. Aunque tenía previsto escribir sobre el tema de Belén, de los doctos volúmenes de Isaac Asimov, tampoco lo haré. Y eso sucede porque ya siento el olor inconfundible de los buñuelos, con su miel de panela, mi mejor regalo más allá de las luces de oropel. Porque, seré sincero, odio la Navidad si no hay buñuelos…


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