lunes, 21 de octubre de 2013

Ecuador: tierra de volcanes


Este jueves, las montañas de la serranía ecuatoriana estuvieron cubiertas de nieve. Se pudo observar al taita Imbabura y a la mama Cotacachi envueltos en un manto blanco. Lo propio sucedió con el Cayambe o el Cotopaxi.
En el siglo XIX, con la llegada de los extranjeros, como Alexander von Humboldt, primero, y después Teodoro Wolf o Joseph Kolberg, este último jesuita y vulcanólogo, pudimos  apreciar la dimensión de nuestros colosos (40 por ciento de los ecuatorianos vivimos bajo un volcán).
Se sabe que el presidente Gabriel García Moreno, quien realizó expediciones al guagua Pichincha y que después presentó el informe en París, era un amante de las montañas. Ahora mismo tenemos a un presidente, Rafael Correa, que ha realizado excursiones a nuestros majestuosos nevados. Estos hechos traen una mitología caranqui, que comparto:
Cuentan que en los tiempos antiguos las montañas eran dioses que andaban por las aguas, cubiertas de los primeros olores del nacimiento del mundo. El monte Imbabura era un joven apuesto y vigoroso. Se levantaba muy temprano y le agradaba mirar el paisaje en el
crepúsculo.
Un día, decidió conocer más lugares. Hizo amistad con otras montañas a quienes visitaba con frecuencia. Mas, una tarde, conoció a una muchacha-montaña llamada Cotacachi. Desde que le contempló le invadió una alegría como si un fuego habitara sus entrañas.
No fue el mismo. Entendió que la felicidad era caminar a su lado vislumbrando las estrellas. Fue así que nació un encantamiento entre estos cerros, que tenían el ímpetu de los primeros tiempos.
-Quiero que seas mi compañera, le dijo, mientras le rozaba el rostro con su mano.
-Ese también es mi deseo, dijo la muchacha Cotacachi, y cerró un poco los ojos.
El Imbabura llevaba a su amada la escasa nieve de su cúspide. Ella le entregaba también la escarcha, que le nacía en su cima. Era una ofrenda de estos colosos envueltos en amores.
Después de un tiempo estos amantes se entregaron a sus fragores. Las nubes pasaban contemplando a estas cumbres exuberantes que dormían abrazadas, en medio de lagunas prodigiosas.
Esta ternura intensa fue recompensada con el nacimiento de un hijo. Yanaurcu (Cerro negro) lo llamaron, en un tiempo en que los pajonales se movían con alborozo.
Mas, el monte Imbabura –con el paso de las lunas– se volvió viejo. Le dolía la cabeza, pero no se quejaba. Por eso hasta ahora permanece cubierto con un penacho de nubes.
Cuando se desvanecen los celajes, el Taita contempla nuevamente a su amada Cotacachi, que tiene sus nieves como si aún un monte-muchacho le acariciara el rostro con su mano.

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