Para
poner en escena Las guerras de Eva, el grupo Pukañán, de Ibarra,
entrevistó a mujeres que han sufrido maltrato, en una sociedad donde los
niños reciben juguetes de rambos con metrallas y las niñas acunan a
barbies, con el
equipo completo de cocina. En un país, donde las mujeres aparecen
estranguladas o expertos en artes marciales las asesinan a pedradas, al
filo de una quebrada, mientras se justifica con un “a qué son locas”.
A
los danzarines les impresionó la historia de una joven, ahora de 28
años, que fue abusada por su tío con apenas seis años. Ella solo pudo
contarlo cuando el hombre, que acaso le llevó un peluche, falleció. En
este laboratorio de arte, aparecieron otras mujeres quienes les
relataron memorias de golpes, despidos intempestivos por embarazo,
violaciones y ese machismo cotidiano del manoseo en los buses y las
vaciladas en la calle, más allá del consabido “reinita”.
Solicitaron,
vía redes sociales, peluches en desuso para que sean parte de la
escenografía, como una suerte de crítica a la mujer vista como un
objeto, como una rosa inmarcesible. Sin embargo, desde que Eva mordió la
manzana, ha sido asociada a la idea del pecado por un mundo patriarcal y
machista, donde no se libra lo judeo-cristiano, que solo subió a la
mujer a los altares, en forma de virgen coronada.
En
la obra, dirigida por Rodrigo Herrera, participan Paola Cabrera, Pilar
Rueda, Carolina Solarte, Gastón Andrango y Carlos Cortez. Para el
espectador no hay tregua ni contemplaciones, porque esta danza cuenta la
memoria oculta de cada día. Bajo una luz carmesí,
aparece una puerta desprendida donde una mujer trata de aferrarse a una
salida.
Varios
peluches y muñecas con facciones del astuto Norte, como diría Martí,
son atados con una cuerda a otra danzarina, en una escenografía
minimalista con música de Sigur Rós, que evoca a una mariposa y a un
puño ensangrentado. En el vértigo, se escuchan las melodías de Yann
Tiersen, evocada en el filme Amelie, la de israelí Chava Alberstein,
quien cuestionó a su propio gobierno durante la primera Intifada
palestina, y esa sutileza que es la obra de Alberto Iglesias, clave en
la cinematografía de Almodóvar.
Pukañán
(Camino rojo) hace danza contemporánea que –a diferencia de la clásica
que va tras lo apolíneo- busca lo dionisíaco, lo humano, sus pasiones y
tragedias. Esa trasgresión permite que, al final, los peluches y muñecas
de ojos azules y rostros descascarados terminen en una escalera, que no
conduce al cielo. Porque el pecado de Eva es antiguo, desde el día que
un Dios barbudo y macho aplastó a la serpiente, por su sapiencia.
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