Como se sabe, Alonso Quijano –de complexión recia y enjuto de carnes- “los ratos que se pasaba ocioso (que eran los más del año), se daba en leer libros de caballería”, lo que a la sazón lo volvió loco transformándose en el sin par cabalero Don Quijote de La Mancha, enamorado de Dulcinea. Para evitar tales desatinos, como se lee en el capítulo VI, se reunieron sus allegados, incluido el cura, para deshacerse de los “más de cien cuerpos de libros grandes” y destinarlos al fuego.
El Ama llegó con una escudilla de agua bendita y un hisopo y dijo: “Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún un encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de que les queremos dar echándoles del mundo”. Aunque el licenciado se rió de la ocurrencia, veremos cómo la Ama no estaba tan disparatada como su patrón.
“Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos.”, cuenta Jorge Luis Borges. Así que, la tozuda Ama y Emerson tenían razón, porque –como bien lo dijo Umberto Eco- la lectura es la inmortalidad hacia atrás: podemos estar en el momento en la expulsión del Paraíso, cuando Hipócrates hace su juramento, cuando Ulises llega a Ítaca, cuando los genios encerrados en una botella surgen en la voz de Sherezade, cuando Dante mira por primera vez a Beatriz, cuando el detective Sherlock Holmes descubre una nueva pista, cuando Vicente Huidobro canta “te advierto que estamos cosidos a la misma estrella” o cuando nuestro César Dávila Andrade pronuncia: “Amauta poderoso / toda verdadera canción es un naufragio”.
Borges lo aclara: “¿Qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras –o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras son meros símbolos- surgen a la vida, y asistimos a la resurrección del mundo”. Aunque Alejandro Magno tenía La Ilíada y una espada bajo la almohada, bien se sabe que la pluma perdura más que el acero.
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