sábado, 19 de abril de 2014

Parranda en Macondo



Debemos a los escritores la creación de nuestra entrañable y verdadera América. A Juan Rulfo, por esa Comala donde los muertos andan por el pueblo; a Onetti, su Santa María con plaza cuadrada; a Julio Cortázar, esa añoranza del barrio latino; a Borges, el mítico Buenos Aires de parras y aljibes, y a García Márquez, un Macondo donde sus habitantes inauguran el Paraíso y la estirpe de los Buendía es leída desde los pergaminos de Melquiades.

Ahora, imaginemos a la muerte en estos lugares sorprendentes. No en el ritual griego, donde colocaban al cadáver la moneda para el pago del barquero de la laguna Estigia. No en el texto, maravilloso por cierto, de Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre: Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando… En definitiva, no pensemos en esa muerte, esa expiación de culpas, tan cara al barroco y donde los condenados esperan por siglos. No, imaginemos al Gabo de parranda en Macondo.

En el prólogo de Doce cuentos peregrinos, Gabriel García Márquez relata que la primera idea para esta obra se le ocurrió después de un sueño esclarecedor que tuvo, tras vivir 5 años en Barcelona. Soñé, nos dice, que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con ánimo de fiesta. Todos parecían dichosos de estar juntos, pero de manera especial él, por esa oportunidad que le daba la muerte por encontrarse con sus amigos queridos de América Latina. Cuando, poco a poco, comenzaron a irse, Gabo relata que él también quiso acompañarlos, pero uno de ellos le advirtió severamente que para él todo se había terminado: “Eres el único que no puede irse”, me dijo. Solo entonces comprendí, dice el escritor, que morir es no estar nunca más con los amigos.

Ahora, enfundado en su traje de lino blanco –el liquiliqui- y con flores amarillas, Gabo asciende en cuerpo y alma, como Remedios La Bella, al amado pueblo de su infancia, Aracataca, donde le esperan sus mayores quienes le siguen contando cuentos. Y allí mismo está su abuelo, el verdadero coronel Márquez, para llevarlo nuevamente a conocer el hielo. Sí, porque –como se lee en el Coronel no tiene quien le escriba- también llega Rafael Escalona para irse de parranda por toda la eternidad. Porque esa es la bendita suerte de la literatura: el coronel Aureliano Buendía acaba de terminar otro pescadito de oro y la canción se vuelve interminable: Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia  / Mariposas amarillas que vuelan liberadas…

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