jueves, 13 de junio de 2024

La Caja Ronca / Ibarra, Ecuador



Juan Carlos Morales Mejía
Ilustración: José Villarreal Miranda


Hace mucho tiempo, en San Juan Calle, vivían dos chiquillos tan curiosos que se preguntaban en qué sueñan los fantasmas. Sí, fantasmas esos que atraviesan las paredes. Escucharon de una procesión tenebrosa de penitentes quienes escondieron sus tesoros como si pudieran disfrutarlos en ultratumba.

La Caja Ronca era una andanza de cucuruchos del averno con sonidos de cadenas, tambores y flautas trágicas. Mateo y Juan Alfonso no podían perderse. Fueron al Quiche Callejón a regar una chacra a medianoche. Y lo vieron todo: subido en una carroza estaba el mismísimo Lucifer, a juzgar por su tridente y los enormes cuernos, mientras avanzaba un tumulto de pies descarnados llevando un ataúd. Un espectro entregó a los muchachos dos veladoras verdes, después todo se esfumó en la niebla.

Al otro día, Mateo y Juan Alfonso amanecieron echando espuma por la boca y asidos a dos canillas de muerto en lugar de las velas atroces. Al fin habían hallado espíritus pero con un ronco bramido del infierno.

Esta mitología –que tiene múltiples versiones, desde Biblián, Quito o Ibarra- es parte del barroco penitencial y alude a la penitencia que debe pagar un avaro, por su codicia, pero también una alerta a la curiosidad. En mi caso, fue al abuelo Segundo Morales quien me relató, porque justamente vivía en San Juan Calle, además del Quiche Callejón, donde aún vivo.
 
 

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