Hace
no mucho tiempo, por la calle del Cajón de Agua se reunieron los
mejores farristas de Quito. La convocatoria la hacía el mismísimo padre
Almeida. Alfredo Carpio comenzó al piano: “Yo soy el
chullita quiteño / la vida me paso encantado”. Luis Alberto Valencia:
“Panecillo de mi recuerdo, ¡ayayay!”. Las mistelas corrieron raudas.
César
Baquero tronó: “Mi Quito tiene un sol grande / y las noches
estrelladas”. Atinó a pasar Carlota Jaramillo. “Eres la reina de mis
amores / mujer quiteña,
linda mujer”, se lució el chulla Jorge Salas Mancheno. Arriba, la luna
se sonrojó…
Este microcuento escribí para Quito, esta ciudad que tiene múltiples lecturas, desde que aquel indiano Cantuña, como se decía en la colonia, construyó el atrio y burló a los diablillos, hasta aquel poeta Remigio Romero y Cordero quien cantó la Quiteida, porque si los griegos tenían su Eneida, esta ciudad nacida desde las cenizas no podía quedarse atrás.
Este microcuento escribí para Quito, esta ciudad que tiene múltiples lecturas, desde que aquel indiano Cantuña, como se decía en la colonia, construyó el atrio y burló a los diablillos, hasta aquel poeta Remigio Romero y Cordero quien cantó la Quiteida, porque si los griegos tenían su Eneida, esta ciudad nacida desde las cenizas no podía quedarse atrás.
En
los 90, del siglo pasado, inicié la tarea de recoger los grafitis sobre
esta ciudad con una virgen alada subida sobre los símbolos
precolombinos. Uno curioso: “Quitemoloquitodeencima”. La capital fue
declarada como Patrimonio de la Humanidad precisamente por las casas
antiguas y los campanarios, que fueron levantados por manos anónimas,
sin embargo, los grafiteros dieron otras lecturas: “Quito: Patrimonio de
la soledad”.
Pero,
además, “Ciudad, pobre sirena / no caeré en tu océano”. Ese asfalto
empujaba a escribir: “Ciudad amansadora: déjanos en paz” o “Quito: un
panteón entre montañas”.
Y estaban también las huidas a otros continentes, allende el mar: “Ciudad: entre el charco y la despedida”. Esas fugas nunca pudieron perpetuarse, pero quedaban interrogantes: “La ciudad es un sentimiento / no necesita alcalde” o “Quito: ¿un manicomio? / ¿un asilo?”.
Y estaban también las huidas a otros continentes, allende el mar: “Ciudad: entre el charco y la despedida”. Esas fugas nunca pudieron perpetuarse, pero quedaban interrogantes: “La ciudad es un sentimiento / no necesita alcalde” o “Quito: ¿un manicomio? / ¿un asilo?”.
Cuando
la soledad se convertía en un artificio los grafiteros escribían: “Cómo
gasto paredes recordándote” o “La ciudad se derrumba y yo pintando”,
parafraseando al tema Te doy una canción, del trovador Silvio Rodríguez.
Después
llegaron los ritos: “Pared sin nombre te bautizamos: / María, ahora
solo falta la primera comunión”. En esta memoria también se podía
encontrar: “La ciudad se estrecha en tus avenidas” o “Ciudad estampida /
ciudad sin salida”.
El
mayo del 68, en París, había dicho: “Levanten los adoquines, / debajo
de los adoquines está el mar”; en Quito, en cambio: “Cavad, cavad,
cavad: debajo de las campanas está el mar”. Mas, hay que volver al mito.
Ojalá, algún día, encontremos a Cantuña antes del alba.
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