lunes, 26 de diciembre de 2016

El secreto del mago Baltasar

Los humanos estamos hechos de ritos, como si aún tuviéramos esa primera sensación del encuentro con el fuego (Prometeo, quien roba el elemento a Vulcano sigue eternamente condenado a ser devorado por las aves de rapiña). De fuego, más los otros elementos, estamos hechos, como decía Parménides de Elea, mientras Tales de Mileto creía que todo era agua y “está llena de dioses”.

El fuego se repite cada año. Es la época de olvidarlo todo y volver a empezar. Para nuestro país, está la quema de los monigotes y la hora de poner al mundo al revés, con las viudas llorando por el ‘viejo’, antes del testamento. ¿Qué nos hace repetir estos rituales en esta época hiperconectada, que incluye la Navidad?

Al parecer, seguimos siendo esencialmente los mismos, a despecho de Heráclito. En lugar de piedras, los hijos de los monos, ahora destruimos ciudades con drones. En vez de ocultarnos en las cavernas nos alejamos del mundo con un clic del último celular. Y, claro, no sabemos lidiar con el hecho de estar vivos.

Vamos a los centros comerciales -esas catedrales de la postmodernidad- para mirar a papanoeles que se ríen con carcajadas anglosajonas: ho, ho, ho, en lugar de ja, ja, ja.

En los humildes pesebres de Alepo siguen naciendo los niños de la guerra, pero no hay reyes magos con oro, incienso y mirra, buscando la estrella de Oriente. Condenados a los telediarios, nos imaginamos la nieve que no hemos sentido nunca y aún creemos que los regalos nos traerán la ventura de mejores días. Pero allí también está esa antigua presencia juedocristiana del Mesías, tan duramente criticada por Nietzsche. Pero qué importan, porque cantan los niños como si fueran ángeles. Acaso, ellos nos salvan.

Y está el sabor de la miel en los humildes buñuelos. Y está la alegría de las luces en los parques de los pequeños pueblos, frente a las avenidas de las ciudades imponentes. Y viven los villancicos con sus burritos sabaneros y los dulces jesusmíos, que tienen unas letras que no resiste eso de “Pero mira cómo beben los peces en el río”. ¿Quién entiende esa canción? Y están los chigualos manabas: “Niñito bonito  / Me voy de tu lado / A Santo Domingo / de los Colorados”. O aquellos de Segundo Cueva Celi, como “Ya viene el niñito” o el famoso “Entre paja y el heno”… Sin olvidar a Margarita Laso, pero también a los arrullos.

En esta época es como si nos forzáramos a ser niños. Ojalá fuéramos siempre y no esos zombis dispuestos a calcular el valor de un pavo (cuestión de prestigio, envuelto en ciruelas). Curiosamente, la idea del pesebre está atribuida al amigo de los pájaros, San Francisco de Asís, en el siglo XII, justo cuando se disputaba el verdadero sentido de la Iglesia original, si se estaba a favor de los ricos o de los pobres, tal como había predicado el hombre que caminó por las aguas.


Estas fechas traen un hecho extraño: creer en la ilusión de que seremos mejores el 1 de enero. Seremos en esencia lo que somos, aunque nos llenemos de cábalas y enterremos nuestras miserias junto a las cenizas del monigote. Somos, en definitiva, unos humanos asustados en torno al fuego, mirando a una estrella. (O)

Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/el-secreto-del-mago-baltasar

Los diablos de San Juan Calle

Las ciudades, además de sus sitios emblemáticos del poder como las plazas o monumentos, tienen sus no lugares, sitios de la bohemia, de los bajos fondos -después convertidos en atractivos turísticos como La Ronda- o de historias truncadas, como el Puente Roto, de Cuenca, o Las Peñas, en Guayaquil.

Aunque en sus momento fueron olvidados después, merced a los imaginarios desde sus orígenes, se convierten en lugares para el turismo. Tal es el caso de San Juan Calle, en Ibarra, donde hasta hace poco aún existían las últimas casas que resistieron al terremoto de 1868. Aquí su historia.

En quichua se escribe: Yacu calle, que significa Calle del agua; así, San Juan Calle es una designación del español, pero desde la cosmovisión indígena. Esto sucede porque en el lugar existía una antigua pacarina, es decir un lugar sagrado vinculado con el agua. Este sitio de adoración, que era una vertiente, fue sustituido rápidamente en la época colonial por emblemas católicos, una estrategia de los curas doctrineros para afianzar a los nuevos dioses. En la actualidad, con el cambio de nombres, esta tradicional calle se llama Juan Montalvo, que recuerda al escritor polemista de finales del XIX, autor de obras esenciales como Siete tratados o El Cosmopolita, precursor del ensayo modernista en Hispanoamérica.

Martha Leonor de la Torre refiere que el antiguo nombre se debe a que, desde El Tejar, bajaban bailando los sanjuanes, en las fiestas del solsticio, pero también porque los devotos de San Juan llevaban al santo hasta la iglesia de Santo Domingo, en medio de cantos y rezos. Eran los extramuros de la urbe.

En la esquina de esta emblemática calle está la Cruz Verde. Hay varias versiones de estos símbolos cristianos, durante la época colonial. En Canarias le atribuyen a la presencia divina en un pino, mientras hay registros de Lima durante el siglo XVIII, recogidos por René Millar Carvacho, donde una Cruz Verde antecedía los oficios de la Inquisición contra la expiación de culpas de los herejes.

Para el caso de Ibarra, se cuenta que en el antiguo barrio de San Roque habitaban dos beatas, Micaela y Luz Morán. Al regresar, casi al anochecer, de rezar el rosario se les aparecieron animales infernales. Fueron ellas quienes confeccionaron una rústica cruz. Cuando los ibarreños sobrevivientes del terremoto de 1868 retornaron a reconstruir la ciudad alzaron una cruz de piedra, trabajada por Manuel Carlosama, de las canteras de Cutzintzi. Pero en la época liberal, se destruyó. La actual está hecha de cemento.

Amílcar Tapia Tamayo, citando al corregidor de Ibarra Lucas de la Fuente, en 1767, comenta que de las tres cruces, una en el sector de Los Molinos otra en Ajaví, la que más veneración tenía era la llamada Cruz Verde de la vera del camino. Así, los devotos durante la Semana Santa hacían una fiesta solemne en la ermita con quema de chamarasca y música de pífanos.


Pero San Juan Calle también es el lugar donde aún se cuentan las mitologías, como la procesión de ultratumba y su diablo que pasó a llamarse la Caja Ronca, que asustaba a los ibarreños del ayer. (O)

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Quito: ciudad del deseo

En el laberíntico texto de Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, se lee que en Despina, la ciudad del deseo, este aparece según se llega por tierra o por mar. En Ottavia, en cambio, la angustia existencial es su motor; mientras que en Adelma, el viajero reconoce el rostro de sus muertos en las caras de los habitantes.

La tesis de Calvino es que todas las ciudades, las existidas y por existir, se pueden imaginar una vez que se conocen sus reglas primordiales. El tiempo pierde así su primacía y se desvanece completamente en el espacio de la conciencia. Las ciudades imaginarias son el lugar de la experiencia simbólica, comparten el vínculo con el absoluto de la poesía, para recordar a Cortázar.

Quito también es una ciudad del deseo. Como todas, está construida desde la literatura, desde esa Quiteida, del poeta Remigio Romero y Cordero, pasando por el Nuaycielo comuel dekito, de Huilo Ruales Hualca, hasta los grafiti de los noventa: “Ciudad, pobre sirena/no caeré en tu océano”. Pero era precisamente ese asfalto impersonal el que empuja a escribir: “Ciudad amansadora: déjanos en paz” o “Quito: un panteón entre montañas”. Y estaban también las huidas a otros continentes, allende el mar: “Ciudad: entre el charco y la despedida”. Por eso, entre el frío que se cuela hasta en el aerosol era posible encontrar: “Quito: ¿un manicomio?/¿un asilo?” O el recordado: Quitemoloquitodeencima.

La evocada ciudad nos recuerda a Calvino: “Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad”. Atrás quedaron las cúpulas de Santo Domingo, la soledad de un domingo por la tarde, la pasmosa subida por la calle del Suspiro, los artesonados donde hombres de hierro juraron una lealtad que no verían nunca, el olor de la noche después de la lluvia, los faroles intentando acurrucarse, los perros de la calle (también los Perros Callejeros), las flores creciendo en el asfalto, antes de salir de ese antro que era el Seseribó, con los clientes en los cuadros de Stornaiolo. Y, claro, esa ciudad mentirosa de los centros comerciales, pero también de las últimas tiendas, más arriba donde el indio Cantuña engañó al diablo. Esa ciudad que olía a paella remedada y el esplendor de la iglesia de la Compañía, construida de oro, probablemente con las manos de los esclavos negros de las plantaciones del Valle del Chota.

Y, obvio, la Virgen de El Panecillo, cuyo génesis serían los bailes indios que miró Bernardo de Legarda. Sin olvidar las comarcas que esta ciudad serpiente engulló sin prisa: Guápulo, o los músicos de arriba en Santa Clara de San Millán, y antes los que expulsó en ese teatro colonial que originó la iglesia del Robo. O su mitología que nos habla de Quitumbe, mucho tiempo antes que los incas llegaran buscando al Sol, y después cuando el iletrado Sebastián de Benalcázar (hijo de la torre), huido por matar a una mula, se cambiara el apellido de Moyano, como si al hacerlo dejara su esencia de porquerizo. Pero también el rutilante español, porque no solo fue la espada y las cadenas, para nombrar a Olmedo. Hay muchos Quitos, hoy he perdido a uno. (O)



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Tras las huellas del duende

Existe, como parte de la mitología de Ecuador, un sinnúmero de seres fantásticos. En cada región están los duendes, con sus claras diferencias. Por ejemplo, en Esmeraldas se llama Riviel, que va en una canoa; en Manabí, cerca de la isla Corazón, está un duende con patas al revés (para despistar a quienes lo buscan), más al sur, se encuentra el Tintín, con un enorme falo, que evoca los tiempos prehispánicos y los ritos de fertilidad.

Un trabajo interesante es el de Rosa Cecilia Ramírez que nos habla de la parte norte de Ecuador, en su libro Memorias de Mira, que sirve de base para este artículo. Dice que los duendes del Carchi son melódicos y enamoradizos: les encanta la música y son bailarines. Por eso viven cerca de las cascadas, donde permanecen en sus mágicas celebraciones hasta que un desprevenido los alcanza a mirar. Mas, viven en sitios inaccesibles y que son, según los abuelos, ‘pesados’, es decir que tienen una densidad extraña que pone la carne de gallina. Cuando alguien los ve, no pasa nada. Pero cuando un duende o una duenda mira primero, inmediatamente la persona queda ‘enduendada’.

Por este motivo, acuden a sus llamados en lo que se denomina las malas horas: seis y doce, de la mañana, tarde y noche. Aparentemente, son atraídos por la maravillosa música que entonan y los duendes -como en todo el mundo- son traviesos. Les colman de obsequios y de pasteles, pero cuando el ‘enduendado’ llega feliz a su casa, las tortas son en realidad majada de ganado, aunque el encantado siga insistiendo lo contrario.

A diferencia de los duendes de características indígenas, como el chuzalongo, que vive en la Sierra centro-norte y que es un tanto sátiro, los duendes de la zona de Mira son más bien juguetones. Su rostro no tiene verrugas y son hermosos. Las duendas, según dicen, tienen la cabellera larga. La música es de apariencia celestial, porque -según se comenta- los duendes son espíritus. Mejor dicho, ángeles caídos en desgracia y que tocaban en los coros celestiales. Son enemigos de los perros, a los que provocan muertes misteriosas.

Les atraen las mujeres de ojos grandes y zarcos. Tienen un sombrero de ala ancha y sus trajes son de colores brillantes. Eso sí, se desplazan a varios centímetros del suelo y cuando escuchan aullidos desaparecen. Acaso, los duendecillos que viven en el Carchi se acercan más a la mitología europea que a la andina. En la Sierra los duendes que llegaron en carabela se fusionaron con las mitologías andinas, con referencia a rituales de la tierra.

Hay varios secretos para ahuyentarlos: colgar un collar de ajo a la víctima o también amarrarla a un palo. Es preciso amarrar al perseguido con un cabestro de cuero de vaca, untado con sangre. Como a los duendes les gusta llevar a sus víctimas a las cuevas, al no encontrarla sale en su búsqueda. El infortunado tiene que aguantar la paliza, pero el duende se va enfurecido y no retorna más, creyendo que le han plantado la cita. Pero como siempre, el duende tiene la sonrisa amplia y no cabe duda de que retorna nuevamente a los caminos sinuosos. (O)



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Tiko Tiko y los acróbatas

Nada más enterarme de la valiente decisión de Tiko Tiko de aparecer sin maquillaje para postularse a la Asamblea pensé inmediatamente en la máscara de Santo, que siempre estaba en disputa en cada combate. Más que el horror -que a algunos parece producirles un candidato vestido de payaso- está el hecho, ese sí espeluznante, de mostrarse ante la opinión pública después de décadas de haberse ocultado ante una parte de una sociedad de mandíbulas de acero.

Pongámonos circunspectos, si es posible. Porque personalmente me desternillé de la risa al escuchar a un candidato que ofrecía lealtad, después de haber probado algunas tiendas políticas. O aquel otro que, ese sí un verdadero saltimbanqui, pasó previamente en reuniones en busca de algún ofrecimiento, hasta terminar precisamente en la esquina contraria, y no de un circo. ¿No son verdaderos acróbatas de la política? ¿No son contorsionistas o lanzallamas contra la honra ajena? Qué digo, unos maestros del ilusionismo, queriendo aparecer como salvadores de la patria y ofreciendo armar a los campesinos y con más agallas que un tragasables. Sabemos quiénes son, porque por último a Tiko Tiko, después de tanto anonimato de su rostro, no le podríamos reconocer en la calle.

Ahora, gracias a Wikipedia, me entero de que el nombre de este colombo-ecuatoriano deriva de su nombre Enrique, porque allá en las tierras del vecino país se les dice ‘ticos’ a los ‘ernesticos’. Como sea, en la década de los 80, ya instalado en el país, produjo la serie de canciones infantiles (se conoce que tiene más de 70), como ‘Sistema solar’, ‘El árbol’, ‘Aseo personal’, ‘El lápiz’… Y, claro, no hay que rasgarse mucho las vestiduras porque, en su momento, cada agrupación política ha realizado acopio de la farándula, que incluye a futbolistas. ¿No es esta sociedad producto del espectáculo, de la chismografía de la peor calaña, de una seriedad de alcantarilla?

Para entender mejor los asuntos del humor, hay que leer lo que decía Lin Yutang, que escribió La importancia de vivir cuando recién Hitler se perfilaba como canciller de Alemania y Charles Chaplin preparaba esa genialidad que es la película El Gran Dictador (aún no aparecía el discurso de Cantinflas como político: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.).

“Enviemos a cinco o seis de los mejores humoristas del mundo a una conferencia internacional -antes de la proclamación de una guerra- y el mundo se salvará. Como el humor marcha necesariamente de la mano con el buen sentido y el espíritu razonable… y como esta es la forma más alta de la inteligencia humana, podemos estar seguros de que cada nación estará representada en la conferencia con su espíritu más cuerdo y más sano”.


Se preguntaba sobre quiénes iniciaron nuestras guerras: “Los ambiciosos, los capaces, los hábiles, los que alientan los designios, los cautos, los sagaces, los altaneros, los patriotas en exceso, los inspirados por el deseo de ‘servir’ a la humanidad, los que tienen que hacer una ‘carrera’ y esperar una estatua de bronce”. Ojalá Tiko Tiko no pierda la sonrisa en la Asamblea. (O)

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