domingo, 9 de febrero de 2020

Steiner y los “parásitos”, 2020/02/06

En el último de sus prólogos para Los conjurados –que alude a ese extraño país Suiza, donde “han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”– Borges dice que al cabo de los años se dio cuenta de que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso, afirma.

Siguiendo la idea, sentencia: “No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres”.

Esta semana murió George Steiner, el nonagenario erudito y crítico literario, quien nos hablaba de La Ilíada como la metáfora de la destrucción de la ciudad que obliga a sus habitantes a vagar por la tierra, mientras que La Odisea relata las consecuencias del individuo desplazado. Tras su muerte ha dejado una entrevista para la posteridad realizada por Nuccio Ordine, quien cree que “debemos cultivar utopías y formar herejes”.

El hecho es poco frecuente, porque la mencionada entrevista, publicada en El País de España, fue preparada con meses de anticipación y debía ser publicada al otro día del anuncio de su fallecimiento, tal como sucedió.

¿Qué nos dice un hombre que sabe que cuando lo leerán no habrá ningún reproche? ¿Hablará desde su corazón o tratará, de alguna manera, de justificarse? Steiner, consecuente con su labor de amante de las palabras y de los silencios, decide ser honesto. “Me faltó valor para crear”, declara este conocedor de Dante, quien no conoció La Odisea, de Aquiles –que tiene 46 epítetos para nombrarlo–, de Shakespeare, aquel hombre del teatro que soñó en reinos distantes; de Nietzsche, descubridor de la sombra en un árbol mientras era Zaratustra… Steiner, al final de sus días, señala: “Y, probablemente es mejor fracasar en el intento de crear que tener cierto éxito en el papel de ‘parásito’, como me gusta definir al crítico que vive de espaldas a la literatura”. (O)

Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/steiner-parasitos

Campana de Pimampiro, 1679, 2020/01/30

Caía la noche sobre las inmensas regiones donde las lagunas y montañas eran dioses. Era una época donde la Luna tenía sus adoratorios y los pueblos intercambiaban ají y maíz; las conchas spondylus eran monedas, más valiosas que el oro.

Llegó la espada, muy cerca le acompañó la cruz. Los curas doctrineros recorrían las casas buscando lo que  llamaban falsos ídolos: tenían a un dios con corona de espinas que prometía el paraíso. Pero no todos los indígenas estaban dispuestos al sometimiento, que incluía desmembrar a las familias en el trabajo de las mitas y obrajes. Se sabía que los indios arwak, de las Antillas, se suicidaron colectivamente o los indios del Valle del Cauca, en Nueva Granada; otros, como los quijos –tras la fracasada sublevación de 1578– estrangularon a los recién nacidos para que no pagaran tributos a los españoles. Y, claro, hubo muchas sublevaciones ocultas para la historia de quienes escribían con ojos de los conquistadores.

Los curas doctrineros habían llegado a Pimampiro en 1679. Era una tierra fértil y sus parcelas, en los tiempos de la Luna, eran apreciadas por los amautas por su producción de la sagrada hoja de coca. Los sabios –los únicos que podían utilizarla– hablaban con los dioses como si fueran personas. Los curas se dedicaron a levantar una iglesia y arriba colocaron una pesada campana para llamar a misa. Los caranquis fueron, pero obligados. Escucharon las palabras de un dios clavado en un madero. Después, supieron que la campana no les libraría de que los primogénitos fueran de esclavos a las mitas.

Un día hubo revuelo. Los clérigos habían bajado al Valle del Chota por provisiones. Cuando volvieron a Pimampiro no hallaron a nadie. Los indios, como los llamaban, habían huido llevándose hasta la campana, hacia el Oriente. A veces, dicen los viajeros, es posible escuchar a ese pueblo perdido que hace sonar aún la pesada campana, que llegó allende el mar en carabela. (O)

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Los mechayas de Urcuquí, 2020/01/23

Por las tardes, mientras recogían el arado, los campesinos me contaban sus antiguos saberes. Había llegado para investigar durante cuatro meses a las famosas brujas voladoras, del triángulo de Mira-Pimampiro-Urcuquí, pero con el tiempo aparecieron otros relatos. Lo más sorprendente de vivir en el lugar sucedió una madrugada. Un lejano rumor, un cántico. Al entreabrir la ventana: el cura del pueblo junto con dos beatas que cargaban a una virgen esbelta.

En el Jueves Santo se observaba a los santos varones y a las vírgenes coloniales, además de los romanos con rostros de capulí y los últimos animeros de Imbabura. Comparto esta leyenda que no la había escuchado nunca:

El ruido de la acequia parecía perderse en la noche cerrada. Apoyado en un cayado imprevisto, un vecino de San Blas de Urcuquí se abría paso por los surcos. A lo lejos, el viento parecía estrellarse entre las montañas y volverse hacia los pastizales.

Al frente, la oscuridad como un presagio. Sin aviso, una ráfaga de luces mínimas pasó por sus ojos. Destellos como grandes luciérnagas. Más de una docena de centellas que se movían vertiginosas, pero que también se detenían para reanudar un vuelo que ora era a ras de suelo, ora por la cabeza del aturdido campesino. Los fuegos, del tamaño de un puño cerrado, ascendieron por el aire. El hombre estaba hipnotizado. Recordó vanamente una historia, pero sus ojos seguían al torbellino de resplandores. Otra vez, el concierto de luces golpeaba al viento. Iban en una hilera magnífica, como si siguieran una ruta. Antes de esfumarse, pasaron tan cerca del espectador que si alargaba su mano habría atrapado una esfera.

Al otro día, mientras relataba su experiencia en el poyo de la casa, cerca de la iglesia, un hombre viejo le dijo: eran mechayas. Son como fuegos fatuos. Mecheros de las noches funestas. Al atraparlos –aunque sea a uno– se convierten en saquitos de oro. (O)

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