jueves, 2 de noviembre de 2017

Las calaveras todas blancas son... 2017/11/02

Un momento impactante de la literatura está en el poema que Jorge Manrique escribió para su padre muerto. Los versos, del siglo XV, dicen: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte/ contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”.

Epicuro de Samos sentenciaba: “La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”. Está la moneda en la boca del muerto para pagar a Caronte, con dirección a la laguna Estigia. Una clave: todo está en transformación, como el cambiante río de Heráclito, que nos revela que ya no seremos los mismos.

En el libro Atala, del Vizconde de Chateaubriand, se lee cómo los nativos de Norteamérica acostumbraban llevar a sus muertos en sus viajes nómadas, ante el estupor del francés que había olvidado a los suyos. Se sabe del asombro de Siddhartha al mirar por primera ocasión un cadáver.

Está el poema ‘Despedida’, de Carlos Suárez Veintimilla. Su hermano, enrolado en el ejército español, es abatido en Ceuta, donde aún está su olvidada tumba. Entonces, el poeta increpa al Cristo: “¿No eres el mismo acaso, / el amigo de Lázaro? -¡Maestro, / si Tú hubieras estado  / aquí, mi hermano no se hubiera muerto!”.

Y la cultura popular habla: “Al rico le hicieron carroza,  / al negro un sencillo ataúd…  Las calaveras todas blancas son,  / multicolores por fuera,  / por dentro un solo color,  / las calaveras todas blancas son,  / no importa cómo te mueras,  / si solo es un vacilón…”. Lao Tse ya lo dijo: “Diferentes en la vida, los hombres son iguales en la muerte”.

De otro lado, los cementerios -como la sociedad misma- reflejan una realidad cruda. Mientras que en los camposantos de los afrodescendientes, donde estuvieron las fastuosas haciendas de los jesuitas de la época colonial, aflora la precariedad, pero no el olvido; en los mausoleos de los Gran Cacao, con mármol de Carrara, el esplendor de una época se resume a los helechos abandonados, en medio de ángeles blanquecinos. En Quito, en el cementerio de San Diego, el recuerdo de los próceres va unido al de la ‘patrona’ de los marginados, con más visitas, claro está. Para este día, está previsto que los ‘fieles’ del ‘bajo mundo’ reciban sus buenas dosis de colada morada y guaguas de pan. A pocos metros está la tumba del cinco veces presidente de Ecuador, José María Velasco Ibarra que, acaso, conservará su sempiterno geranio marchito.

Todos, en su momento, seremos pasto de la desmemoria. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”, tronaba el poeta Becquer. Ernesto Sabato nos recuerda: “Las religiones son algo así como sueños metafísicos y, por lo tanto, revelan las ansiedades más hondas del ser humano. Del hecho de que las religiones prometen la vida de ultratumba debemos inferir, pues, que la obsesión de la muerte es la más profunda”.

Tal vez, otra vez, es en la literatura donde podemos encontrar algo de consuelo. Borges escribió sobre su padre: “Bruscamente la tarde se ha aclarado / Porque ya cae la lluvia minuciosa… La mojada / Tarde me trae la voz, la voz deseada,  / De mi padre que vuelve y que no ha muerto”. (O)


Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/las-calaveras-todas-blancas-son

Las brujas vuelan por Ecuador, 2017/10/26

Estamos cerca de Halloween, un mito de origen celta del fin del verano. El Samhain era el tiempo donde llegaban los espíritus y se creía que el uso de máscaras y trajes era precisamente para ahuyentar a las entidades malignas. Después, vino el sincretismo cristiano y las calabazas.

Mas, los mitos no son exclusivos de una sola parte del mundo, como a veces creemos. Ecuador, como todos los pueblos del orbe, tiene una riqueza en su mitología y también tiene sus propias brujas. Al menos, en tres lugares. El más importante es en el triángulo entre las poblaciones de Mira-Pimampiro-Urcuquí, en el norte; otro, en el sector de Baños de Agua Santa, concretamente en Illuchi; y al sur en Zamora Huayco (quebrada) en Loja. La diferencia con sus primas nórdicas es que acá no utilizan escoba ni sus trajes son negros, sino que extienden sus brazos para volar con una fórmula: “De viga en viga, de villa en villa, sin Dios ni Santa María”, al igual que sus parientes ibéricas.

En su tesis de maestría de la Universidad Andina Simón Bolívar, Las voladoras de Mira, Trayecto de interpretación literaria a partir de la memoria oral, Amaranta Pico señala: “En Mira, provincia del Carchi, encontramos en los relatos orales el personaje de la voladora, habitante de la comunidad que por la noche adquiere poderes extraordinarios.

Es una beldad que, ataviada de blancas vestiduras, se precipita y suspende en el aire con la principal función de transportar noticias entre los pueblos circundantes. Cuando las voladoras alzan el vuelo, su cuerpo sutil abandona la piel de la esposa, la vecina, la madre, rompe los lazos de lo real, se proyecta hacia lo insondable, maniobra con el infinito. El acto de vuelo desata resonancias, su metáfora secreta abre una puerta hacia el vacío. Refleja y disuelve límites”.

Otra investigación destacada es de la maestra Rosa Cecilia Ramírez en su libro de cultura popular: “En Mira, las magas -que además eran muy guapas- mantenían en secreto las fórmulas para volar. Dominaban el espacio y, al parecer, el tiempo, porque podían recorrer varios países y visitar varias ciudades”.

El autor de estas líneas, digamos, es versado en estos asuntos. En la ponencia ‘Brujas voladoras de la Sierra norte’ se encuentra un detalle: “Otra de las estrategias de estas brujas era convertir a sus amantes en gallos. Así evitaban sospechas y el gallo de marras permanecía muy quedo, amarrado, con traba, a la pata de la cama. Eso sí, cuando se iba el marido comenzaba a cantar bajito, pero convertido en un mancebo de voz sonora.

Con razón, decían los mayores, algunas mujeres se negaban rotundamente a matar a los gallos viejos, porque decían que dan mal caldo, ni hablar de la gallina vieja”.


Nuestros mitos no requieren competir con Halloween, en la medida en que los conozcamos y apreciemos. Precisamente mañana, en la Casa de la Música, 20:00, estará en escena el teatro musical Las Voladoras, con un elenco de lujo junto a la banda Vocapelo. Y esa es otra enseñanza: la oralidad también puede ir a las tablas y al cine, cuando escuchamos al país profundo. (O)

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Los sapos de la Amazonía, 2017/10/19

La mitología del país le debe mucho a los pueblos amazónicos. El otorongo o jaguar está presente tanto en los mitos caranquis como más al sur; el amaru, la serpiente, es común en las prácticas de los curanderos andinos (además de sus ritos iniciáticos cuando entran al río con la yaku huarmi); jempe, es el colibrí que entrega el fuego a los shuar o el fabuloso Kujanchan, con sus alas…

El tema de la Amazonía nuevamente está en discusión en estos días, a propósito de una de las preguntas de la consulta en torno al Yasuní, uno de los lugares más biodiversos del planeta, pero que debería también incluir a la cultura. Y esto es porque aún en el imaginario creemos que el Oriente, como aún lo llamamos, es un vasto territorio de árboles y de pájaros o el reciente lugar de los colonos. Nos imaginamos, otras veces, el lugar idílico y antes el sitio de disputa entre civilización y barbarie, según los relatos del siglo XIX. Poco conocemos de sus leyendas, de los pueblos que allí viven hace milenios. Aquí, una de las mitologías del pueblo siona:

Hace mucho tiempo, en la tierra de los sionas, existía un hombre que había dedicado su vida a la cacería de todo sapo que encontrara a su paso. Era tanta su saña contra los batracios que llegó un día que parecía que los había exterminado a todos porque ya no se escuchó a ningún animalillo croar.

Un día el cielo se oscureció de manera inusitada. El lóbrego ambiente solo fue el preludio para que un ventarrón -salido de la nada- se posesionara en el centro del poblado. Y fue como si del infinito descendiera una forma que cuando se acercó a la tierra todos miraron absortos que se trataba de la Madre de los Sapos.

Mientras tanto, el antiguo cazador de sapos se encontraba tranquilo en su morada cuando sorpresivamente llegó la Madre de los Sapos, quien se sentó en el hombro derecho y fue como si en sus patas arrugadas tuviera raíces porque ya no se desprendió.

El hostigador de los sapos tuvo que aprender a vivir con esa enorme alimaña, cada vez más aferrada su hombro. Pero eso no era todo, porque la rana expulsaba sus líquidos en el cuerpo del cazador, que mantenían sus ropajes amarillos y fétidos. Todos sabían que el siona olía mal porque era el único que no asistía a las fiestas y pasaba ensimismado con la extraña compañera en su hombro.

Tenía mucho tiempo el siona llevando al desproporcionado animal por todos los lugares y meditaba en silencio cómo deshacerse de semejante intruso. Un día pidió a la rana que se bajara un momento para poder cosechar los frutos de un árbol, cercano a un río caudaloso. El animal accedió. Cuando estaba en la cima el siona se lanzó al agua y así pudo desaparecer.

Al llegar donde sus parientes les contó lo sucedido y pareció que todo iba a ser normal, cuando nuevamente la tarde se volvió oscura. Otra vez un viento fortísimo llegó desde la selva y encima venía la Madre de todos los Sapos, para hacer una propuesta:

“Vengo a llevarlo, porque quiero que sea mi esposo”, le dijo mientras se le sentaba en el hombro. La oscuridad se fue evaporando y cuando el resto de sionas quiso encontrarlo solo se escuchó un croar en la lejanía.

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