jueves, 16 de enero de 2020

El Taita Imbabura y la Mama Cotacachi, 2020/01/16




Este relato lo encontré en manuscrito hace muchos años y data de 1946. La investigación es de la primera mitad del siglo anterior, de Aníbal Buitrón, y lo publicó la Casa de la Cultura, Núcleo de Imbabura, en 2012. Hay un trabajo importante de 1989, de José M. Chávez, en Imbabura Taita Parlan, de la CCE, Quito. Esta es mi versión de este mito cosmogónico de los caranquis.

Cuentan que en los tiempos antiguos las montañas eran dioses que andaban por las aguas, cubiertas de los primeros olores del nacimiento del mundo. El monte Imbabura era un joven apuesto y vigoroso. Se levantaba muy temprano y le agradaba mirar el paisaje en el crepúsculo. Un día, decidió conocer más lugares. Hizo amistad con otras montañas a quienes visitaba con frecuencia.

Mas, una tarde, conoció a una muchacha-montaña llamada Cotacachi. Desde que la contempló le invadió una alegría como si un fuego habitara sus entrañas. No fue el mismo. Entendió que la felicidad era caminar a su lado vislumbrando las estrellas. Fue así que nació un encantamiento entre estos cerros, que tenían el ímpetu de los primeros tiempos.

El Imbabura llevaba a su amada la escasa nieve de su cúspide. Era una ofrenda de estos colosos envueltos en amores. Ella le entregaba también la escarcha, que le nacía en su cima. Después de un tiempo estos amantes se entregaron a sus fragores.

Las nubes pasaban contemplando a estas cumbres exuberantes que dormían abrazadas, en medio de lagunas prodigiosas. Esta ternura intensa fue recompensada con el nacimiento de un hijo. Yanaurcu, lo llamaron, en un tiempo en que los pajonales se movían con alborozo.

Mas, el Imbabura se volvió viejo. Le dolía la cabeza. Por eso hasta hoy permanece cubierto con un penacho de nubes. Cuando se desvanecen los celajes, el Taita contempla a su amada Cotacachi, que tiene sus nieves como si aún un monte-muchacho le acariciara el rostro. (O)




Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/taita-imbabura-mama-cotacachi



jueves, 9 de enero de 2020

El mito de los monos del Tereré, 2020/01/09



Los pueblos de la Amazonía ecuatoriana nos han legado una mitología clave para entender a un país diverso. Sus etnias, como cofán, shuar, siona, quichua amazónico, huaorani, zápara, nos comparten sus seres fantásticos, como la yaku huarmi (mujer del agua) que entrega el poder a los yachac, en medio de los ríos y bajo el amparo del amaru (la boa).

Está Kujanchan, un shuar al que los dioses le entregaron alas para volar, o el nacimiento del mundo, por parte del dios cofán Chiga. Este mito, ubicado en la isla Tereré, pertenece al acervo de los quichuas amazónicos (provincias norteñas).

En este sentido, la presencia de monos estaría vinculada en un sentido astronómico, especialmente en la zona ecuatorial, con la constelación de Orión, la cual está vinculada a los dos astros mayores: el Sol y la Luna, según Karadimas, citado por Santiago Ontaneda Luciano en el libro Las antiguas sociedades precolombinas del Ecuador. Este texto recreado es parte del libro Los dioses mágicos del Amazonas, del autor de este artículo y del proyecto Mitologías de Ecuador:

La selva parecía demasiado pequeña para los dos brujos. Por eso los yachacs viejo y joven supieron -sin decirse nada- que uno no vería el próximo amanecer en el mismo sitio. El cruento combate comenzó. Sería falso decir que los dos no pusieron el mismo empeño en la pelea. Pero, eso se sabe desde siempre, el viejo dominó por la astucia la fortaleza del joven.

Sin embargo, el brujo aprendiz no se sintió derrotado. Ante la mirada del vencedor, arrancó un trozo del monte Sumaco y mientras se marchaba río abajo llevaba gran cantidad de monos y saínos.

En Pañacocha,  en esa parte hermosa del río Napo, colocó la tierra arrancada. El pedazo de la montaña alcanzó para formar una isla y es posible que haya vivido allí. Ahora esa isla se llama Tereré. Los monos saltan como si la tierra arrancada al volcán estuviera viva... (O)

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miércoles, 8 de enero de 2020

La leyenda de la Dama Tapada, 2020/01/02



Como muchas leyendas, la Dama Tapada tiene muchas versiones. En Guayaquil está en el árbol de tamarindo, en Riobamba aparece tras un juego de naipes fatídico, en Ibarra también se la llama la Vergonzante del pretil. Aquí el relato: Una noche, se encontraba el músico Miguel Sánchez con su inseparable amigo Idelfonso Rentería, compartiendo un aguardiente de caña. Había caído un poco la niebla. De reojo, divisaron en el portón cerrado de la Catedral de Ibarra una silueta.

Definitivamente no se trataba de una beata, primero por la hora y porque tampoco era enjuta. Tenía un ceñido vestido negro y una mantilla cubría su rostro. Por los pliegues de su traje parecía concurrir oleajes de azahares imperceptibles. Algo de prohibido circulaba en el aire. Así lo intuyeron.

Se acercaron para ofrecer a la mujer una copa de licor. De pronto, como si se tratara de algo inusitado, la dama misteriosa se movió unos metros más allá. Pasó un largo tiempo. Idelfonso puso un pretexto y se marchó, dejando a su amigo con la intriga.

Miguel Sánchez se acercó nuevamente a la misteriosa joven. Otra vez, extendió su mano y ella se alejó. Así siguieron por un largo trecho, mientras la Dama Tapada daba vueltas en círculos, lo que hipnotizó al músico. Al fin, al final de la calle, muy cerca del sitio conocido como la Paccha, que significa cascada, cerca al río Tahuando, la intrigante figura se detuvo. Alargó su mano y aceptó el brindis. Se escuchó, a lo lejos el bramido del agua. Fue un instante. El maestro del órgano de la Catedral pudo verlo todo:

De su mantilla, que antes ocultaba su cara, mostraba un esqueleto lustroso, con algunos restos de su cabellera gastada. Las manos severas y huesudas guardaban carnosidades enlazadas con un traje que -de repente- se había vuelto añejo con un olor de tumba. La dama trágica flotaba en el abismo, a menos de siete pies del trasnochado.

Con pasos torpes, el músico se alejó del precipicio donde le había conducido el espectro maléfico. La mujer se había esfumado o eso creyó maese Sánchez, el organista, que no se atrevió a regresar su cabeza ni siquiera por un beso furtivo.

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