viernes, 25 de enero de 2019

#IbarraSinOdio, 2019/01/24



Ibarra, tierra del Taita Imbabura, vivió un fin de semana que -como toda ruptura- requiere de una pedagogía urgente sobre el machismo y la xenofobia, como el país mismo. Desde 2014, en Imbabura, 10 mujeres han sido asesinadas. 90% en manos de machos ecuatorianos, pero pocos salieron a denunciarlo.

El femicidio de Diana derivó en una turba bárbara que agredió a los refugiados venezolanos, quemó sus pertenencias, en una cacería que nos recuerda a los nazis persiguiendo judíos, los encapuchados del Ku Klux Klan, genocidas en la ex-Yugoslavia, ultraderechistas europeos y, para no ir tan lejos, el populacho de Posorja mal informada. Así, Ibarra pasó de la noche del cuchillo largo a la noche de los cristales rotos.


Pero estas hordas nunca están solas, son solamente la punta de lanza de los cómplices que, en este caso, se escudan en mensajes en las redes sociales o abiertamente como un irresponsable candidato del pasado insuflando por poco a encender hogueras o el propio Estado, quienes entre todos alientan miradas patriarcales, reflejo de la misma sociedad machista y xenófoba.

Todo fue vertiginoso. Ese día una radio local experta en farándula decidió transmitir en vivo el asesinato (¿existirá un llamado de atención por eso?), la posterior llegada de los curiosos, la inacción policial urbana durante 90 minutos (la Policía especializada rescataba cinco excursionistas perdidos en Puruhanta), los usuarios de redes que contribuyeron -con sus mensajes- a colaborar con la gasolina, todo eso produjo una muchedumbre que el mismo domingo ya agredió a las activistas contra el machismo, que tenían previsto realizar una marcha por Martha y Diana.

Algo hemos aprendido, la intolerancia está en casa, escondida y mirando desde la oscuridad, que precisa ser combatida con educación (#JusticiaParaTodas). La esperanza está en las mujeres, en este país de tanto macho y de tanto despistado que cree que la migración nació ayer, como si los abuelos nunca pasaron por el estrecho de Bering. Ojo por ojo y el mundo acabará ciego, decía Gandhi.




En las garras de WhatsApp, 2019/01/17



Hará un mes -debo admitirlo- entré en el vértigo de los estados de WhatsApp. Allí los mirones nos  enteramos de todo: farras con mariachis y chaulafán que no invitan, turismo a las islas con bronceado incluido (los viajeros internacionales suelen poner la foto del boleto de embarque, para nuestra envidia), comilonas, pensamientos que harían sonrosar a Paulo Coelho: “Hay dos palabras que le abrirán muchas puertas: tire y empuje”, fotografías de los niños a punto de dormir, perros y gatos en sus normales travesuras, memes de Lourdes Tibán o Alvarito, venta de zapatos, últimamente saludos de los candidatos, antiguos amores en sus nuevos romances, parejas dichosas como nunca… Mi último estado promociona cactus, al fin son mis contactos.

Lo único bueno es que al cabo de 24 horas toda esa vorágine va al olvido, pero queda un frase real de Coelho: “Las vibraciones negativas atraen más vibraciones negativas”. Para paliar un poco esto, decidí el otro día colocar una contundente cita de Emil Cioran: “Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos”. Fue al cabo de 12 horas, si mal no recuerdo, que una amiga escribió -ahora ya no llaman- para preguntar si estaba deprimido, así que le puse una carita feliz.

Estas infidencias a propósito de una reseña del último libro de Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto, que habla sobre el exhibicionismo en las redes. “En vez de pasear tranquilamente, la gente se apremia de un acontecimiento a otro, de una información a otra, de una imagen a otra”. Es como si tuviéramos una ansia de mostrar lo que hacemos, los 15 minutos de fama que hablaba Andy Warhol. “Estamos en la red, pero no escuchamos al otro, solo hacemos ruido”, advierte Han, para señalar: “Sin la presencia del otro, la comunicación degenera en un intercambio de información: las relaciones se reemplazan por las conexiones, y así solo se enlaza con lo igual; la comunicación digital es solo vista, hemos perdido todos los sentidos”. Hay que leer nuevamente el mito de Narciso que no tenía WhatsApp.



Unas flores para don Eugenio, 2019/01/10



Eugenio Francisco Javier de Santa Cruz y Espejo es un nombre que no alcanzaría en las hornacinas del hospital San Juan de Dios. Pero sí le servirá para que un “indio” como él -su padre nació en Cajamarca y su madre era mulata liberta- pueda burlarse de los prejuicios de esa época que, cosa curiosa, aún no terminan de irse. Así obtuvo su título de médico y ayudó a combatir la peste de la viruela. Sus ideas libertarias, nacidas de sus muchas lecturas y de su visión cosmopolita, permitieron la Independencia.

Espejo, nacido en 1747, era filósofo y políglota. Como un buen polemista se procuró engastar su verso contra las injusticias para: “bajar el capote a estos omnipotentes, a estos potentadillos, a estos avaros atesoradores del dinero de todo el mundo”, como refiere en Cartas Riobambenses, de 1787, sitio donde tuvo que huir. Después se encontraría con uno de sus discípulos: Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre, pero en Bogotá, donde fue enviado por la mucha candela que tenía su cerebro. Después publicaría el periódico Primicias de la Cultura de Quito y antes El Nuevo Luciano, Marco Porcio Catón y La Ciencia Blancardina.

Isaac J. Barrera revive el pasado: “El 21 de octubre de 1794 aparecieron en todas las cruces públicas de la ciudad unas pequeñas banderas de tafetán colorado, cruzadas de fondo blanco, en cuyo anverso y reverso se leían estas inscripciones: “Salva Cruce Liber Esto. Felicitatem et Gloriam consequto”, que significa: “Felicidad y Gloria conseguiremos. Al amparo de la Cruz seremos libres”. De allí fue preso y poco tardó en morir.

Aunque fue Federico González Suárez quien lo sacó del ostracismo, es necesario revisar en estos días los libros: Surge la nación. La Ilustración en la audiencia de Quito, de Ekkehart Keeding, donde constan los libros de Espejo; Cartas y lecturas de Eugenio Espejo, de Carlos E. Freile, pero también Eugenio Espejo, de Philip Astuto. Y, claro, nos falta la novela en torno a este personaje memorable. Ojalá los periodistas se acercaran a su pensamiento, además de las ofrendas florales de ocasión.




jueves, 3 de enero de 2019

La peor promesa de 2019, 2019/01/03


La semana pasada, urgido por prometer algo para este nuevo año (¡Ay, ya llegó!) escribí una perorata sobre la utopía de volver a mirar a la luna. Cité a Byung-Chul Han, sobre la sociedad del cansancio; Michel de Certeau, para desconectarnos del mundo; Lin Yutang para recordarnos que nos perdemos atardeceres; hasta Séneca apareció con su frase que puede ser actual: “No es que tengamos poco tiempo, es que perdemos mucho”.

Olvidé las enseñanzas de mi padre César, asiduo seguidor de Marshall McLuhan, quien en la década de los 70, del siglo pasado claro está, tomó la drástica decisión de que sus hijos crecieran sin televisión. Nuestra vida estuvo colmada de los libros de Julio Verne –Los quinientos  millones de la Begún, es el que más recuerdo, sobre el pacifismo y lo bélico- pero también de comics como Kalimán, radio teatro de Chucho El Roto a Diez negritos, ese prodigio de Agatha Christie.

No puedo dejar de mencionar, perdone el lector la infidencia pero sirve para el argumento, a mi abuelo Juan José, lector acérrimo del Quijote y de las Mil y una Noches. Él solo leía esos dos libros porque era más un contador oral. De mi madre Rosa, en cambio, estaban las enciclopedias interminables y misteriosas como si fueran parte del mejor cuento de todos los tiempos Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges, donde inventa un país imaginario porque la percepción de las cosas es lo que perdura en el tiempo, mientras estas son percibidas.

Todo esto viene a cuento, tal es la palabra, porque he decidido –dispensas por el personalismo- desconectar la televisión como promesa de este nuevo año (por un tiempo, claro está). De 2018 solo me queda una película:  Loving Vincent, esa magia sobre el pintor Van Gogh.

Mañana llegan a desconectar Netflix. Ya no veré en señal abierta Caso Cerrado, donde hasta se pegan y peor los noticieros donde algunos gurús de la tragedia nos pintan este país y donde las noticias de las provincias solo aparecen cuando ruge un volcán o hay un terremoto. Sin televisión, ahora sí, podré mirar a la luna. De eso escribiré la próxima semana, con más tiempo.


Promesa utópica para 2019, 2018/12/27


Parecería –como nos dicen los filósofos- que vivimos épocas de incertidumbre. Resulta muy difícil rebelarse cuando la víctima y el verdugo, explotador y explotado, son la misma cosa, nos sugiere el libro La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han. “El exceso de positividad está conduciendo a una sociedad del cansancio. Así como la sociedad disciplinaria foucaultiana producía criminales y locos, la sociedad que ha acuñado Yes we can produce individuos agotados, fracasados y depresivos”, se lee en la reseña para recordarnos que todos, incluido el ejecutivo mejor pagado, trabajamos como esclavos aplazando indefinidamente el ocio.

¿Será esto verdad? Tal vez para parte del mundo Occidental que mira al Becerro de oro como su ídolo (600 ricos tienen el mismo dinero que la mitad de los humanos del planeta). Nos perdemos demasiados atardeceres, escribía Lin Yutang en 1939, en su obra La importancia de vivir, para argumentar que otra es la conciencia que viene de Oriente, tan poco conocido.

Occidente de la máquina de vapor, de la industrialización, de la hiperconectividad debería regresar a mirar lo que los antiguos advertían. “No es que tengamos poco tiempo, es que perdemos mucho”, dijo Séneca nacido en el año cuatro antes de Nuestra Era, pero es como si nos hablara de esta época de Facebook y de mensajes inútiles en WhatsApp mientras observamos en una película sin editar cómo nuestros congéneres se ufanan de una pizza o simplemente hacen el ridículo.

Michel de Certeau que nos aconsejó desconectarnos, en esa época de la televisión, tal vez nos diría ahora que apaguemos el celular, de vez en cuando claro está. Acaso entonces podamos volver a los clásicos, que nos hablaron hace más de dos milenios como el taoísmo: “Asociarse con mercaderes no es tan bueno como hacerse amigo de los ermitaños. Escuchar las habladurías de las calles no es tan bueno como los trinos de las aves y las canciones de los pastores. Hablar de las faltas de los contemporáneos no es tan bueno como ponderar las virtudes de los antiguos”.

Quizá así podamos detener el vértigo en que vivimos que, a la postre, es una mera ilusión. Hay que volver a mirar la luna el próximo año.


Ibarra en 1747, según Cicala, 2018/12/20


La única fotografía de Ibarra, antes del terremoto de 1868, la tomó un viajero italiano desde Alto de Reyes, un mirador de la urbe. En Vistas en el Ecuador, Camillus Farrand devela a una urbe captada en 1862. Además de los 8 personajes, 4 de ellos afrodescendientes, se aprecia el esplendor de una población que después fue devastada.

Mas, un cronista que llegó en 1747, Mario Cicala, nos da más pistas de cómo era la ciudad perdida. “No sé ciertamente por qué razón el Diccionario Geográfico y los geógrafos no hacen la más mínima mención de una ciudad tan famosa y célebre en la provincia de Quito, siendo una de las más antiguas, fundada por uno de los primeros conquistadores de la Provincia y Reino, llamado Miguel de Ibarra, de quien tomó su nombre”.

El jesuita, que estudió en San Gregorio, relata la vida cotidiana: “Los ciudadanos de Ibarra son de robusta y fuerte corpulencia, por lo común de bellos rasgos y de vivos colores. Son de carácter dócil e índole afable y amable; asimismo están dotados de generosa liberalidad, buenos ingenios, agudos y rápidos, muy aplicados al estudio de las letras.

Ordinariamente destaca casi en todos un temperamento pacífico, inclinado a la seriedad y gravedad; es gente de gran honor y de palabra. Con los forasteros y pasajeros son benévolos y obsequiosos. Las personas nobles y civiles son muy urbanas, educadas y atentas; pero la plebe es basta, rústica y de poca urbanidad; de algunos oí decir que era igualmente audaz, imprudente y malcriada. Al presente no hay mucha nobleza, pues muchas familias nobles se trasladaron a Quito”. El jesuita cuenta que desde que apareció el Monopolio Regio del aguardiente de caña comenzó a aniquilarse la ciudad.

Lo que no dice es que fueron los jesuitas quienes desde parte de sus 8 haciendas en el norte -de las 132 que tenían por todo el país- traficaban el aguardiente, producido en sus propias plantaciones, donde tenían esclavos arrancados de África. Justo, los parientes de la fotografía revelada en el XIX, ahora con poncho de los nuevos amos.


Un mito de San Blas de Urcuquí, 2018/12/13


Al caer la tarde, los abuelos del pueblo, tras dejar el arado, cuentan sus antiguas historias. Son leyendas de épocas de brujas voladoras, de procesiones del averno, de duendes traviesos que suelen esconderse en las quebradas para espiar a muchachas de ojos grandes y de cabelleras lustrosas.

San Blas de Urcuquí tiene un parque apacible y, con paciencia, se puede encontrar estos mitos que pueden perderse cualquier día. Es el Ecuador profundo que pocos conocen, porque creen que las luces de oropel de los centros comerciales son los únicos referentes.

En las pequeñas comarcas, el ritual de la palabra aún sobrevive. Esta es una mitología recogida durante varios meses de convivencia. Seré sincero, nunca la había escuchado y está relacionada con el fuego:

El ruido de la acequia parecía perderse en la noche cerrada. Apoyado en un cayado imprevisto, un vecino se abría paso por los surcos. A lo lejos, el viento parecía estrellarse entre las montañas y volverse hacia los pastizales. La neblina caía ocultando las torres de la iglesia.

Al frente, la oscuridad como un presagio. Sin aviso, una ráfaga de luces mínimas pasó por sus ojos. Destellos como grandes luciérnagas. Más de una docena de centellas que se movían vertiginosas, pero que también se detenían para reanudar un vuelo que ora era a ras de suelo, ora por la cabeza del aturdido campesino. Los fuegos, del tamaño de un puño cerrado, ascendieron por el aire. El hombre estaba hipnotizado por esas llamas circulares. Recordó vanamente una historia, pero sus ojos seguían al torbellino de resplandores. Otra vez, el concierto de luces golpeaba al viento. Iban en una hilera magnífica, como si siguieran una ruta. Antes de esfumarse, pasaron tan cerca del espectador que si alargaba su mano habría atrapado una esfera. Al otro día, mientras relataba su experiencia en el poyo de la casa, cerca de la iglesia, un hombre viejo le dijo: eran mechayas. Son como fuegos fatuos. Mecheros de las noches funestas. Al atraparlos -aunque sea a uno- se convierten en saquitos de oro.