sábado, 30 de agosto de 2014

En un siglo, de 42 a 8.000 becarios



Hace una semana escribí el artículo ‘Los becarios de Alfaro’ con un propósito: saber qué pasó con aquellos jóvenes que, como ahora, viajaron al exterior para prepararse y retornar al país. El más visible fue Isidro Ayora, con una beca de cuatro años a Alemania bajo el impulso de la época liberal. Cuando retornó, cambió al país al institucionalizarlo, porque dependíamos del dinero que emitían algunos bancos privados, en una época donde declinaba la influencia de los Gran Cacao, quienes -como señalaba Manuel Chiriboga- dilapidaron algunas de sus fortunas en los cabarets de París.

Ahora que hay más de 8.000 jóvenes ecuatorianos en las mejores universidades del mundo, también debemos recordar a aquellos espíritus de antaño que se enfrentaron a la desidia de unas élites que se contentaron con exportar cacao, pero nunca crearon una fábrica de chocolates (cambio de la matriz productiva). Lo propio, años más tarde, hicieron los poderosos grupos bananeros: jamás hicieron un patacón de exportación y a los gobiernos de turno poco les importó apostar por el conocimiento.

Pero quiénes eran esos becarios, me preguntaron varios lectores. Plutarco Naranjo, desde su área médica, mencionó los nombres de quienes fueron a los mejores centros de Francia, Alemania y Suiza: “Manuel M. Cañizares, Mario de la Torre, Isidro Ayora, Francisco Cousin, Ricardo Villavicencio, Luis G. Dávila, Francisco Corral, Ángel R. Sáenz, Alfredo J. Valenzuela y Pablo Arturo Suárez. El regreso de estos becarios marca una de las más florecientes épocas de la medicina científica, la docencia universitaria, las investigaciones y publicaciones especializadas”.

En la revista ecuatoriana Medicina y Ciencias Biológicas, editada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en 1989, Fernando Jurado Noboa señala, pág. 82: “Justamente en marzo de 1906, el Gral. Alfaro concedió por decreto 42 becas a jóvenes ecuatorianos, 23 a Estados Unidos y 19 a Europa”. Y más, nos informa que los becarios recibieron 500 francos mensuales, que equivalían a 65 dólares al mes.

¿Pero qué innovaciones aportaron al país? Por ejemplo, Pablo Arturo Suárez, a su regreso de Alemania, además de traer una máquina de rayos X, puso en práctica varias de sus especializaciones: electrocardiología, higiene, fisioterapia y fisiología, materias consideradas totalmente novedosas en Ecuador.

Esto permitió tratar rehabilitaciones de fracturas, hemiplejías y parálisis. Además de importantes libros e investigaciones sobre la tuberculosis, un diputado por Tungurahua, Suárez -desde una visión social- creó junto con otras personas el laboratorio Life, para producir medicinas para consumo popular a bajo costo. Eso hizo un becario de Alfaro.

Debemos conocer más de esos 42 jóvenes de inicios del XX, quienes fueron amigos y realizaron proyectos juntos. De igual manera es necesario seguir el rastro de los 8.000 estudiantes que, en pocos años, regresarán. Junto con las nuevas universidades ecuatorianas -al fin- se entenderá que únicamente el conocimiento transforma a un pueblo.

 

Los becarios de Alfaro



A inicios del siglo XIX, el viajero alemán Alexander Von Humboldt llegó a un territorio que aún no se llamaba Ecuador. Su aguda inteligencia lo llevó a una conclusión paradojal: es un pueblo que se alegra con música triste y vive sentado en una mina de oro, pero no lo sabe, dijo, después de maravillarse con el locro.
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Habría que esperar varias décadas para que el país entrara en lo que se llamó el auge cacaotero aunque, como cuando se sigue el destino de un producto, a costa de mucha inequidad. En el primer cuarto del siglo XX, la pepa de oro, como se la llamaba, produjo alianzas y desencuentros, donde los poderosos Gran Cacao construyeron en Vínces, en la provincia fluminense, una réplica de la Torre Eiffel, de un París que añoraban y donde derrocharon sus fortunas. Sin contar que tenían, entre dos familias, haciendas del tamaño de la actual provincia de Los Ríos ni que el dinero se emitía en sus propios bancos. Para despecho de los banqueros  el 9 de julio de 1929 aconteció la Revolución Juliana y, después, con llegada del presidente Isidro Ayora, se institucionalizó el país. Al fin, había un Banco Central del Ecuador.
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Ayora, quien de joven partió durante cuatro años a Alemania había sido uno de los seis becarios del gobierno liberal de Eloy Alfaro, no tuvo inconvenientes en recibir asesoría de la misión Kemmerer, que también estuvo por Colombia. Pero el cacao, como toda materia prima que no se industrializa, fue cediendo a otras geografías.
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Como había sucedido con el caucho, en la antes poderosa Manaos, en Brasil, los productores de cacao no lograron crear fábricas de chocolate (como sí lo hicieron los suizos) y, poco a poco, otros mercados se abrieron debilitando al país, además sumido –como todo el orbe- en la recesión y en la locura de la Segunda Guerra Mundial.
Pero el Ecuador, como siempre, intentó salir con nuevo producto: el banano, originario de Asia. Se dice que un gobierno progresista –así como hicieron los ingleses con el caucho y llevaron sus semillas a Indochina- envío a una pequeña delegación a África para traer variedades que fueron plantadas desde los años 40, del siglo XX. Como sea, para la década del 50 ocurrió una serie de plagas y huracanes en Centro América, donde se plantaba la fruta, que benefició al mercado ecuatoriano. El Ecuador, como había sucedido antes con el cacao, se convirtió en el primer productor mundial de la fruta. La historia, otra vez se repetiría: únicamente materia prima, sin industrialización.
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Precisamente esa búsqueda de cambiar de materia prima a una con valor agregado –vía conocimiento- es la clave de la matriz productiva. De allí la importancia de recordar este más de un siglo que el país buscó infructuosamente el desarrollo. A diferencia de los seis becarios que tuvo la Revolución liberal, ahora hay más de 8000 jóvenes ecuatorianos que se preparan en el exterior. Y no solo eso, acá en el ámbito nacional las universidades que se crean contribuirán a transformar sustancialmente al país que conocemos. Porque el cambio de la matriz productiva también implica una apuesta por la matriz cultural. Porque el verdadero tesoro está en el conocimiento.

lunes, 11 de agosto de 2014

Guido, nieto de Argentina



En 1977, Laura Carlotto estaba en una confitería en Buenos Aires, junto a su pareja Óscar Montoya. Era un país peligroso para ser jóvenes, y peor jóvenes cuestionadores del sistema. Los militares que los secuestraron los llevaron, al poco tiempo, al centro de detención clandestino de La Chaca, en La Plata. A él lo torturaron y lo asesinaron frente a Laura, que estaba embarazada. Tuvo a su niño, que lo llamó Guido, pero a los dos meses la mataron. Cinco horas tuvo a su hijo en sus brazos. Después, los militares entregaron al niño a una pareja de campesinos, en Olavarría. Lo bautizaron como Ignacio Hurban.
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El chico nunca supo que su padre era ‘montonero’, peor que era músico del peligroso rock en la banda Nosotros. Sus restos fueron hallados en mayo de 2009, gracias a un trabajo de la Iniciativa Latinoamericana de Identificación de Personas Desaparecidas. Lo habían enterrado como NN en el Cementerio de Berazategui el 27 de diciembre de 1977. El cuerpo, de 23 años, tenía 16 balazos, lo que demuestra que fue fusilado.
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La dictadura argentina no solo robaba niños, también mataba: se calcula más de 30.000 asesinados. Sin conocer esto, el hijo, amante del jazz, escribió una canción titulada ‘Para la memoria’: “Si lapidando al poeta, se cree matar la memoria, que más le queda a esta tierra, que va perdiendo su historia”.
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Lo que nunca pudieron, ni en sueños, imaginarse los milicos argentinos de esos años era que una abuela tenaz buscara a su nieto durante 36 años. Es Estela de Carlotto, titular de Abuelas de Plaza de Mayo, quien a sus 84 años, en estos días, merced a las pruebas de ADN, pudo abrazar a su nieto.
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Hace cuatro años, la abuela, candidata al Premio Nobel de la Paz, escribió: “¿Cómo se puede querer tanto a alguien sin conocerlo, sin saber qué siente, cuándo ríe, por qué sufre? Trato de imaginarme tu cara. Le pruebo bocas, ojos, gestos. Naciste un 26 de junio de 1978... Hace 32 años que te llamás Guido y yo te extraño”. Guido es el nieto 114 encontrado.
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El poeta Juan Gelman, a quien también le mataron a su hijo Marcelo, encontró a su nieta Andrea en 2000, y antes escribió: “Estas visitas que nos hacemos, / vos desde la muerte, yo / cerca de ahí, es la infancia que / pone un dedo sobre / el tiempo. ¿Por qué / al doblar una esquina encuentro / tu candor sorprendido?... ¿Tu soledad obediente / a leyes de fierro? La memoria / te trae a lo que nunca fuiste. / La muerte no comercia. / Tu saliva está fría y pesás / menos que mi deseo”.
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Mario Benedetti dice ‘Desaparecidos’: “Están en algún sitio / concertados desconcertados / sordos / buscándose / buscándonos / bloqueados por los signos y las dudas / contemplando las verjas de las plazas…”.
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¿Qué pensarán de esta historia los milicos viejos que aún viven? ¿Al igual que los conquistadores, cuando llegaron a viejos, se arrepentirán del exterminio? ¿Crearán capellanías para pagar misas a perpetuidad? ¿Aún habrá, en otros lares, quien diga que era por el bien de la patria? Hay que mirar la película Nostalgia de luz, del chileno Patricio Guzmán, porque demuestra que, a pesar de los pesares, a los desaparecidos tercamente nunca se olvida.


lunes, 4 de agosto de 2014

David frente a Goliat



Hace tiempo, el dios del trueno había hablado y su nombre era Baal. El muchacho, frente al monstruo, recordó a un hombre que conversó a solas con un dios ajeno cerca de la montaña. No matarás, era uno de sus postulados.
Respiró las cercanas olas y sus propios preceptos. El antiguo mar de sus mayores era una certeza, ahora lejana. Pensó en aquellos hombres que guerrearon en la distante costa bajo la égida de una promesa y de una deidad nacida en el desierto.
A su memoria llegaron los antiguos viajes, el comercio, la designación que les dieron los griegos. Pensó en la palabra helena phoenix o púrpura. Recordó que el poeta Homero llamó a su pueblo ‘los de la púrpura’, porque inventó el tinte del molusco murex, abundante en el litoral, donde sus mayores pescadores divisaron el mundo. Intuyó los innúmeros pueblos que atravesaban su propia voz. Entre tanto, el engendro -de colores metálicos- se aproximó un poco más.
A su memoria llegó el fenicio Goliat derribado por una honda del minúsculo David. Las palabras de Samuel retumbaron: ¡Goliat, de Gat, que tenía seis codos y un palmo…! Pensó en una batalla improbable donde la suerte de dos ejércitos se decide por un combate de dos hombres. Regresó a mirar su tierra ocupada, desde hace décadas. A su mente vino el nombre que habían dado sus hermanos a su propio holocausto: nakba. Sin remordimiento, recordó también la shoá, cuando hombres de luengas barbas perecieron ante el fuego, en lugares distantes, oscuros, con olor a carne quemada.
A sus labios acudió el poema de Mahmud Darwish: “Aquí, en la falda de las colinas, ante el ocaso / y las fauces del tiempo / junto a huertos de sombras arrancadas, / hacemos lo que hacen los prisioneros / lo que hacen los desempleados: / alimentamos la esperanza”. Descreyó de los pueblos elegidos por Dios, una deidad nacida en el desierto que, curiosamente, cobija a tres religiones.
Sin embargo, como un viento llegó el rumor de Soco, la alianza de Saúl con Judá, los amalaquitas, el silencio de los sicomoros. A la distancia, otra filistea vino a su memoria: Dalila (la noche, en hebreo) venciendo a Sansón (el Sol, según los caldeos), que tenía trenzas doradas. Pero el monstruo había devorado a tantos niños.
Nuevamente pensó en el padre de David, Isaí. La indignación del pequeño muchacho ante sus hermanos que, sirviendo al ejército, no aceptaron el desafío. La voz portentosa de Goliat exclamando que si lo vencían abandonaría esas tierras.
Pero frente al engendro del infierno la historia -así lo creyó- podría tener otros designios. Él, en verdad, era el pequeño David, en su tierra quebrada, cercada por los altos muros. Desplazó la honda y esperó la embestida… A sus pies, un reguero de piedras anunciaba perdidos combates.
Desde el tanque, Moshé, el hijo del rabino, dijo a su compañero: Puedes creer Isaac, el muchacho palestino apenas se movió.
El joven no logró concluir el poema de Darwish: “Los soldados calculan la distancia entre el ser / y la nada / con la mirilla del tanque”.