De
los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el
libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el
telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la
voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero
el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la
imaginación, nos dice Borges.
Nosotros
los ecuatorianos, pasamos -literalmente con el boom petrolero- del
arado a la televisión, saltándonos el libro. Al ser agrarios somos
orales (nuestra producción es de banano, flores, cacao...) y por eso
únicamente el 1 por ciento mayor de 18 años lee. Nuestro canon literario
inicia con “Cumandá”, de Juan León Mera, influenciado por “Atala”, del
vizconde de Chateaubriand. Ese amor entre la civilización y la barbarie
llegó en la época del romanticismo y de los viajeros, cuando el país se
reconocía por medio de las pinturas de paisajes, como el caso de Rafael
Troya y el propio Mera.
Después,
porque todo lo que se oculta toma la palabra, apareció el realismo
social y el indigenismo, con obras como “Las cruces sobre el agua”, de
Joaquín Gallegos Lara, o “Huasipungo”, de Jorge Icaza, donde muestra a
la tríada opresora: cura, teniente político y gamonal. Más tarde
aparecería el poema “Boletín y Elegía de las mitas”, de César Dávila
Andrade.
Saltando
un poco, llegamos a “Entre Marx y una mujer desnuda”, de Jorge Enrique
Adoum, quien nos recuerda que no hay que matar los ideales porque son
una especie en extinción.
No
hay que olvidar la poesía de Paúl Puma o ese misterio que es “Sollozo
por Pedro Jara”, de Efraín Jara Idrovo, paisano de Catalina Sojo o Sara
Vanegas y su “Ángelus”: se recogen los pájaros / en la tarde
transparente / (mi corazón es una ave más /
arrodillada).
Allá
en la tierra de Octavio Paz una mujer escribe: Si ya profanaste el
templo / qué esperas para saquearlo todo. Es Valeria Guzmán, una de las
escritoras ecuatorianas en la diáspora.
Está
Marialuz Albuja: La poesía me llama / desde la superficie rugosa donde
se ocultan las palabras, y la voz de Iván Oñate o de Antonio Preciado y
su poema sobre la ciruela que siembra frente al mar. Tengo voces amigas
que vienen, pero prefiero guardarlas como se acoderan los barcos
fantasmas y esto sucede porque en estos días, por el Día del Libro, vino
la memoria de Shakespeare, Cervantes -aquel que inventó a Alonso
Quijano, llevado por el sin par Sancho- , y Garcilaso de la Vega. Borges
nos recuerda que Alejandro Magno tenía bajo su almohada “La Ilíada” y
una espada, esas dos armas, y sentencia: Hay quienes no pueden imaginar
un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua;
en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin
libros.
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