domingo, 30 de septiembre de 2012

Julio Jaramillo, el último bacán


Julio Jaramillo Laurido inició su vida musical en la mítica Lagartera de Guayaquil, donde los músicos populares ofrecen sus melodías. El primer pasillo que grabó, junto a Rosalino Quintero, fue “Mi corazón”, aunque el tema “Fatalidad” lo lanzó a la fama. Cantaba en los cines, antes de las funciones, y no se imaginó estar en la película “Mala mujer”.
El llamado “Ruiseñor de América” nació el 1 de octubre de 1935. Debido a la trascendencia de su vida artística se decretó el Día del Pasillo Ecuatoriano. ¿Cómo definir al pasillo? Este género que nació del intercambio melódico en la época de las gestas independentistas, con las obvias influencias europeas, encontró una metáfora liberadora durante el alfarismo. Más tarde se hizo urbano, se volvió pasillo-canción con poemas modernistas, pero  también cantó a la migración y a los amores náufragos. Ahora anda vestido de jazz o se lo puede hallar, a medianoche, desgarrando a la Luna.
El pasillo es, en definitiva, el regreso de uno mismo con lo que el pecho o el corazón aguante, lo define Wilma Granda en su obra “El pasillo: identidad sonora”, lamentablemente agotada. Precisamente de donde venimos, quiénes somos, qué cantamos hacen parte de nuestra identidad. Acaso lo que hace diferente a nuestro pasillo es su poética y, desde hace cien años, la intrincada estructura melódica, merced a sus inicios académicos.
Sin embargo, como siempre, han sido los pasillos nacidos de las entrañas del pueblo los que siguen tarareándose, generación tras generación. También los pasillos de influencia literaria como “El alma en los labios”, de Medardo Ángel Silva, con música de Francisco Paredes Herrera, son parte de la memoria: Cuando de nuestro amor, la llama apasionada / dentro tu pecho amante, contemples extinguida / ya que solo por ti la vida me es amada / el día en que me faltes, me arrancaré la vida.
Hay pasillos para todos los gustos, como el casi olvidado “Disección”, con letra de Julio Esaú Delgado y música de Víctor M. Valencia Nieto: Me rompieron el cráneo a golpes lentos, / y vieron los doctores admirados, / que al morir mis postreros pensamientos  / a ella sola estuvieron consagrados. De mis preferidos están “Honda pena” o “Invernal”, pero nos estamos olvidando de “Mr. Juramento”. Tras su muerte, clamó el poeta Fernando Artieda en clave de Jota Jota: Van buscando la calle estrangulada / que sienten medio enferma / como traspapelada entre las sombras / como sonámbula / como si fuera otra y no esta Guayaquil / la ciudad viuda y guáchara / que había perdido al mismo tiempo / su hijo / y su machuchín.




Tomada de la edición impresa del Sábado 29 de Septiembre del 2012


domingo, 23 de septiembre de 2012

El capitán que fundó Ibarra

La fundación de Ibarra, en estos días, trae a la memoria un personaje, el capitán Cristóbal de Troya y Pinque, quien estuvo en primera fila en la Rebelión de las Alcabalas, en 1592, que más allá del rechazo al nuevo impuesto “reflejaba el descontento de una sociedad en transición que ya no alcanzaba en el viejo orden establecido por los encomenderos”.

Tras las disputas, Cristóbal de Troya, encomendero, regidor de Quito y que había batallado contra los piratas, como el inglés Candi, en la isla Puná, en defensa de la Audiencia, nuevamente está al servicio de la Corona. Más que congraciarse -tras la revuelta de las alcabalas, que formó parte junto a su suegro Moreno Bellido- busca cumplir una vieja aspiración de las élites de la Sierra Norte de la Audiencia: la salida al mar por Esmeraldas, y de allí a Panamá por el Mar del Sur, como ahora se conoce a las pacíficas aguas que un día Balboa mirara con asombro. Se requiere  una villa que sea como “puerto de tierra”.

El propósito es que los productos puedan ir directamente a Panamá sin pasar por Guayaquil, no solamente por la dificultad de los caminos, sino por el monopolio que ejerce este puerto, que construye sin prisa su astillero. Desde 1598, Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y duque de Lerma, ha insistido al débil rey Felipe III para fundar una villa. Otros petitorios se han hecho: Conde de Monterre, en 1605, Juan del Barrio Sepúlveda, Oidor de la Real Audiencia; y Fray Pedro Bedón, vicario de los dominicos; y el capitán Hernán González de Saá.

Pasa el tiempo, ahora Troya está en la explanada natural del valle de Carangue -en la antigua y desolada tierra de los caranquis que poblaron mil años, construyeron 5.000 tolas y comerciaban como hermanos en los diversos pisos ecológicos-, junto con Pedro Bedón y más clérigos, junto con vecinos, y algún cacique que se ha sumado a la petición para fundar la nueva villa el 28 de septiembre de 1606. Ha sido enviado por el presidente de la Audiencia, Miguel de Ibarra (que significa ribera en vasco). Este funcionario, preocupado por los textiles y la salida al mar por Esmeraldas, ha tenido que soportar varios frentes.

Parte de los terrenos de la nueva villa ha sido comprada al poblador Antonio Cordero y a la última nieta del inca Atahualpa, Juana Atabalipa. Los antiguos dueños -los huambracunas- miran desde lejos cómo el capitán Cristóbal de Troya estampa su firma en nombre de un rey y un dios que les son ajenos: En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, en quien debemos creer y adorar…

sábado, 8 de septiembre de 2012

Hawking en el Yasuní


Como parte de la iniciativa del Yasuní ITT -una propuesta del país para el mundo- el vicepresidente Lenín Moreno, en visita a Londres, invitó al científico Stephen Hawking, el “heredero de Einstein”, para que visite Ecuador. Tras escuchar el proyecto Manuela Espejo, que devuelve dignidad a quienes eran excluidos, el autor de “Historia del tiempo” aceptó.
Veamos una teoría de Hawking. Imagine el lector que -en diversos mundos paralelos- coexisten múltiples tiempos en la vida de una persona. Pensemos en un niño Lenín Moreno, quien a los diez años patea una pelota en Tena; un joven Lenín viajando en bus a Quito; un hombre que regresa a casa y recibe un disparo; otro Lenín conversando, desde su silla de ruedas, con un científico, quien no puede articular palabra; y uno más, justo hoy sábado, inaugurando una escuela del milenio en Imantag, en Imbabura (y acaso uno del futuro leyendo un discurso en Estocolmo).
El Santo Grial de la física moderna es una Teoría del Todo (TdT) que combine la relatividad y la teoría cuántica (que dice que el universo, en su nivel más profundo, opera en forma indeterminada) en un solo paquete; un conjunto de ecuaciones que explique la totalidad de los fenómenos que ocurren en el universo, desde la Gran Explosión hasta los átomos de los que estamos hechos.
Albert Einstein procuró encontrar la TdT, pero fracasó, pues era incapaz de aceptar el carácter aleatorio de la teoría cuántica. “No puedo creer que Dios juegue a los dados con el cosmos”, había señalado en una ocasión. Hawking fue más lejos, al rebatir la famosa frase de Einstein dijo que “Dios no solamente que juega a los dados con el universo sino que a veces los arroja a donde nadie puede verlos”.
Aunque al inicio planteó que tras la Gran Explosión vendría la Gran Concentración su teoría se volvió más radical. Tomando en consideración la teoría cuántica, desarrolló su concepto de “ausencia de fronteras”, según el cual no existe ningún punto absoluto en el que el universo haya comenzado y, por tanto, no hay Dios.
Ahora apoya la “teoría de las supercuerdas”, cuya idea central es que los componentes fundamentales de la materia, los electrones de carga negativa y otras partículas subatómicas, están hechas de diminutas “cuerdas” unidimensionales, que pueden ser rectas u onduladas. Esas “cuerdas” serían los mundos paralelos donde los distintos Lenín Moreno cohabitan. ¿Es posible que uno de esos individuos llegue hasta el otro? Claro, diría Hawking, por medio de los agujeros negros, que concentran el espacio y el tiempo, pero eso es otra historia.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Melquíades anda por Colombia


Sin previo aviso, Macondo había contraído la enfermedad del insomnio. “En ese estado de alucinada lucidez no solo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros”, se lee en el segundo capítulo de “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez. Pero aunque al inicio todos estuvieron contentos, fue Aureliano quien se percató de que el insomnio traía el olvido, así que comenzó a colocar cartelitos para que la gente recordara las cosas.
En la alegoría están quienes -alucinados y en vértigo- han encontrado los réditos del conflicto, desde el narcotráfico hasta “Sin tetas no hay paraíso” y por otro los desmemoriados de una guerra fratricida que ya dura un siglo y medio, envueltos en una religiosidad apocalíptica que arrastró hacia la soledad a los Buendía: “El primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”.
Imagino a José Arcadio Buendía, al pie de su castaño, cuando únicamente hablaba de gallos y peleas con el muerto Prudencio Aguilar: “Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.

Pero la Colombia actual, a diferencia del idílico Macondo sin un muerto, no espera la llegada de los gitanos ni está enfrentada a una estirpe signada por la soledad, peor a los malos augurios de las flores amarillas de Mauricio Babilonia. Y eso porque el trauma de la guerra en el país hermano, sin duda, tardará décadas en cicatrizar hasta el día en que nadie recuerde al primero que disparó. Pero la amnesia es la peor estrategia para un pueblo (eso bien lo saben los países del Cono Sur que aún reclaman a sus desaparecidos, víctimas de los dictadores y sus secuaces).

La historia de Colombia nos habla de muertes fratricidas que iniciaron a mediados del XIX en la larga disputa entre liberales y conservadores, como evoca en sus pergaminos Melquíades: “Todas las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima”. Ahora los discos piratas de la vida de Pablo Escobar andan por las calles, donde al fin los niños empiezan a soñar en una paz que no han conocido nunca.