jueves, 24 de diciembre de 2020

Carlos Vallejo, en clave de aguijón, 2020/12/24

 


Tras desprenderse de la hojarasca el poeta pasa de lo barroco a lo minimalista, para utilizar un símil arquitectónico cuyo máximo representante Mies van der Rohe escribió con razón: “Menos es más”. Hace 2500 años el filósofo Heráclito clamaba: “El sol es nuevo cada día” y hace cinco siglos Leonardo da Vinci afirmaba: “La simplicidad es la mayor sofisticación”. En poesía el esplendor se alcanzaría en el siglo XVII, en Japón, con el haiku que son un navajazo ligero trazado en el tiempo, como nos recuerda Roland Barthes: “La lejana montaña se destaca en los ojos de la libélula”, escribió Kobayashi Issa, Friedrich Nietzsche procuró que sus ideas –para alejarse de los castillos de hielo de los filósofos impenetrables- fueran también aforismos: “Algunos nacen de manera póstuma”.

Estas pequeñas joyas además se encuentran en las greguerías cuyo cultor agudo fue Ramón Gómez de la Serna: “Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte” o los graffiti quiteños, esas pedradas al descuido: “La luna cayó en mi jardín y hoy solo cosecho manzanas de plata”. Cada una de estas mínimas frases requieren de un paso de la abstracción a la sencillez que solo se logra tras profundas lecturas y dosis de ingenio.

Hay que realizar esta introducción para entender la nueva obra de Carlos Vallejo quien –valiéndose del Instagram como soporte @carlosvallejo593- con su aguijón pulido nos zambulle hasta el naufragio literario: “La cabeza de un muerto rueda por nuestro cielo”, “El vidrio tortura a la luz, pero la luz se preña de un arcoíris”, “Teología: ¿después del juicio quien juzgará al verdugo?”, “Esa actitud pasiva que exige la televisión la aprendimos de las aulas”. Como se notará, sus textos tienen varios registros como si múltiples voces nos hablaran en un diario para el ciberespacio, sin acuso de recibo.

Vallejo, cosa difícil, puede desdoblarse literariamente sin perder su espíritu crítico, iconoclasta, lúdico y sensible para despeinar a una sociedad mojigata y chapucera, como la que nos ha tocado en suerte. Hay que leerlo, tal vez así encontremos nuestro propio rostro desfigurado en el espejo.

El Telégrafo - Carlos Vallejo, en clave de aguijón (eltelegrafo.com.ec)

 

 Instagram Carlos Vallejo


 

 

 

 

Diógenes, el cínico, y el rey, 2020/12/17

 


Frente al barril de Diógenes de Sinope –el cínico- se planta el más poderoso guerrero: Alejandro Magno, quien extendería sus dominios por la Hélade, Egipto, Anatolia, Oriente Próximo y Asia Central, hasta los ríos Indo y Oxus. Cuentan que este macedonio, antes de entrar a la vigilia del sueño, revisaba bajo la almohada sus dos armas: La Ilíada y una espada, aunque no era casualidad puesto que su preceptor fue Aristóteles, quien refiere en la Poética que fue Esquilo quien introdujo el segundo actor, disminuyendo la importancia del coro.

Acaso el diálogo que mantuvieron el filósofo y el conquistador es un teatro que continúa representándose hasta nuestras días, porque es la disputa entre dos maneras de concebir el mundo. Mientras Diógenes vivía como un vagabundo, rechazando los lujos de la sociedad y cuyas pertenencias eran un zurrón, un báculo, un manto, un cuenco (hasta que un día miró a un niño beber con sus manos y se desprendió de él), Alejandro el Grande sería ensalzado desde Julio César a Napoleón, otros amantes de la guerra.

El encuentro de estos dos hombres –el uno que amaba la frugalidad de la vida y el otro que pretendía unificar a Grecia- tuvo lugar en Corintio. Pero el encuentro no fue fácil, puesto que Diógenes no tenía ninguna casa sino moraba en un tonel.

El historiador Plutarco narra el acontecimiento. “Cuando el conquistador se dirigió a él saludándole y le preguntó si quería algo de él, Diógenes respondió: “Sí. Apártate que me tapas el sol”. Se cuenta que Alejandro se quedó tan impresionado por esta respuesta y sintió tanta admiración por la altivez y la grandeza de este hombre que parecía no sentir sino desprecio hacia él que exclamó, ante la burla de sus seguidores: “Si no fuera Alejandro Magno, me hubiera gustado ser Diógenes”.

Dión de Prusa afirmaba que sí mantuvieron un diálogo y que el filósofo cambió el sentir del poderoso líder: “Si conquistas todo Europa –incluso África y Asia- pero no beneficias al pueblo no eres útil”. Alejandro, envenenado a los 33 años, no pudo ver cómo sus generales se disputaban a dentelladas su Imperio, que como todos se extingue.

El Telégrafo - Diógenes, el cínico, y el rey (eltelegrafo.com.ec)

Un provinciano en Quito, 2020/12/10

 La primera ocasión que encontré a Quito fue tras el velo de una habitación de estudiante en la calle Pereira, recién llegado de Ibarra. Tenía el privilegio de una vista espléndida: una pared blanquísima que dejaba adivinar las cúpulas de Santo Domingo. Y allí, los olores de las calles y las vivencias: las rockolas donde los amores náufragos no se parecían a esas evocaciones de César Dávila Andrade que conversaba en los lupanares para escribir Boletín y Elegía de las Mitas: “Y a un Cristo, adrede, tam trujeron, / entre lanzas, banderas y caballos”.

El Centro Histórico era visto como un espacio envuelto en una neblina de marginalidad pero también de una historia cotidiana que se construía más allá de sus callejuelas y monumentos. Había que ir por la calle Sucre, para saborear el chocolate espumoso y el pan de Ambato, pero también para encontrarse con la mítica Casa Azul donde el Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, había construido un sueño imposible antes de que las balas de la infamia lo derribaran en Berruecos.

Era una experiencia inmensa ascender por la gradas de la calle Mideros para –como en el poema- encontrar un huequito para mirar a Quito. De allí hasta San Francisco, para saber que Cantuña se salvó por una piedra que los diablillos no alcanzaron a colocar en el prodigioso atrio. Pero más allá, las calles por donde el levantisco Padre Almeida dejó pasmado al Cristo que lo esperaba en San Diego, contemplando la escalera.

En la laberíntica urbe, conocer de las almas en pena que se escabullían para amansar, tal es la palabra, a los chullas quiteños que se escapaban al fandango, al igual que hacían sus mayores desde tiempos antiquísimos. Y allí, la Plaza Grande, donde en una ocasión el poeta Fakir se sacó la leva para colocarle a un pordiosero friolento como si hubiera salido de uno de sus textos: “Cierta vez uno un niño que fue guiado por una virgen / el niño tenía entonces un oscuro remiendo en forma de ala / que de noche le llevaba en desquite hacia los ángeles”, escribió Dávila Andrade nacido en la bella Cuenca. (O)

El Telégrafo - Un provinciano en Quito (eltelegrafo.com.ec)

sábado, 5 de diciembre de 2020

Los islotes de Cuicocha, 2020/12/03

 


Las montañas son los dioses tutelares en la mitología de los pueblos originarios, antes de las sucesivas invasiones de incas y castellanos quienes trajeron a las deidades del Sol y los cristos agónicos. En la parte norte, se encontraba el señorío étnico de los Caranquis, quienes fueron los constructores de 5.000 tolas, tenían como eje el maíz y su territorio era desde el Valle del Chota hasta Guayllabamba.

En este mismo espacio se ha reseñado la importancia del agua en su cosmogonía. Ahora, comparto el nacimiento de los dos hermosos islotes enclavados en la laguna de Cuicocha (que significa la Laguna del cuy, que también tiene su propia leyenda):

Taita Imbabura esperó con paciencia que las aguas amainaran, en los primeros días del Mundo. Después, con cautela tendió un puente de colores. Por allí se fue para iniciar sus amoríos con la montaña Cotacachi, también conocida como Huarmi Urcu, que significa Mujer-Montaña. Por el arco iris se lo vio pasar las cordilleras para amarse, entre los pajonales.

De estos amores, a los montes vigorosos les han nacido varios hijos: el Yanaurcu, un joven apasionado, que significa Cerro Negro, y las chiquillas Putujura y la Negra, que recién están creciendo y por eso son aún lomas. Son hijos del Imbabura, el Taita o padre, el más sabio de los montes y su compañera la Mama Cotacachi.

Hace poco, Taita Imbabura se ha subido nuevamente al cuichi, como dicen los abuelos al arco iris. La amante Cotacachi, cuentan que por capricho, ha puesto a sus dos hijas rodeadas por una laguna. Eso le han dicho al Taita que ha querido conocer personalmente a sus gemelas, que se parecen islotes, donde llegan aves nómadas.

Taita Imbabura alarga su poderoso pie. Pero casi al descuido aparece el río Ambi que le corta el paso. El río está enfurecido y el Taita siente que sus pies se transforman en rocas.

No puede moverse pero allí está mirando con dirección a la laguna de Cuicocha. A veces, cae una llovizna en su cabeza cubierta de un penacho de nubes, como si estuviera llorando.

El Telégrafo - Los islotes de Cuicocha (eltelegrafo.com.ec)