domingo, 17 de mayo de 2020

Chiga, el dios de los cofán, 2020/05/14


Desde la Amazonía nos llegan las voces de los abuelos. Como todas las culturas, su génesis devela esa magia de los tiempos en que recién se nombraban a los animales. Cada región del mundo, además, tiene su propio diluvio: si en el mundo judeo-cristiano está el arca de Noé, nosotros tenemos el mito de las guacamayas y los cañaris. Aquí el relato:

Al principio no había animales. Solo Chiga habitaba el mundo. El dios de los cofán miraba plácido caer las tardes sobre la selva y era él quien haría nacer a los humanos.

Un hombre solía pintarse la cara con los rasgos del tigre. Chiga salió del monte y lo encontró y el cofán pintado tuvo miedo, como si las manchas que tenía en la cara no fuera suficientes para sostener su coraje.

¿Tú vienes para ser jaguar?, le dijo Chiga y allí mismo al hombre le crecieron las garras y las huella en su rostro fueron verdaderas. Después, unos rugidos largos despertaron a la selva.

Fue en esos días que Chiga hizo nacer al tucán. Era también una persona que tenía un collar blanco y más abajo uno rojo.

Usted nacerá “secu”, le profirió Chiga y fue así que al hombre le nacieron plumas y se fue volando. Un poco más distante había un cofán que hablaba a gritos. Chiga regresó a mirar y le dijo: Usted grita como guacamayo, y esa persona sintió que un pico le brotaba y que sus chillidos se volvían más agudo. Era como si la palabra de Chiga fuera el pregón de las transformaciones, como si el hecho de nombrar fuera el preludio de las creaciones.

Y fue así que Chiga de un collar en forma de cruz hizo nacer al caimán. También a “betta”, como se le conoce al oso hormiguero. Y esto sucedió porque un día Chiga encontró en la selva a una persona que entre más dormía más le agradaba. Chiga lo miró colgado en un árbol y le dijo: Usted parece oso hormiguero. Después de la siesta, el hombre tenía tanta pereza que ni se preocupó que ahora sus manos eran garras encaramadas a los árboles que un día también habían nacido de Chiga. (O)


El efecto del príncipe Hamlet, 2020/05/07


La obra de teatro de la Dama tapada deberá esperar. Los actores, ahora repasan en sus casas. Pienso en las puestas en escena precarias que se mantenían en Sarajevo, en medio del asedio. Juan Villoro escribe: “Los gobiernos del mundo anuncian recortes a la Cultura en nombre de la economía (ser supremo de la teodicea contemporánea).

La paradoja es que la gente sobrevive al encierro gracias a la cultura. Desde hace siglos, el esfuerzo de lavar la ropa se supera cantando. Churchill aseguraba que Gran Bretaña ganó la guerra por no haber cerrado los teatros. Un pueblo que representa Hamlet durante los bombardeos no puede ser vencido”. Así parece, porque al volver a las páginas de Shakespeare es como si nos hablara un contemporáneo. En un diálogo el príncipe Hamlet exclama airado: Dinamarca es una prisión, a lo que Rosencrantz responde: Entonces es el mundo.

Una de las frases atribuidas a los jerarcas nazis, unas veces a Goebbles otras a Goering, es: “Cuando oigo la palabra Cultura, echo mano a la pistola”. Curiosamente, pertenece a una representación inspirada en Albert Leo Schlageter, un mártir para la causa de ese totalitarismo que se ufanaba en quemar libros y destruir una pintura que consideraba “degenerada” (ahora cuestan millones de dólares).

Fue el guionista Hanns Johst, activo propagandista del odio, quien puso la frase en boca del personaje Friedrich Thiemann, quien rechazaba toda idea cultural o intelectual porque debían ser sustituidas con la sangre, la raza y el sacrificio. Es allí, conversando con su héroe juvenil, el mentado Schlageter, que pronuncia: “Wenn ich Kultur höre ... entsichere ich meinen Browning” que no es otra cosa que: “En cuanto oigo hablar de Cultura le quito el seguro a mi Browning”, refiriéndose a la clásica pistola de 13 cartuchos de uso militar. Hace 75 años, Hitler se quitó la vida en su bunker dejando atrás un régimen que produjo 60 millones de muertos; el príncipe Hamlet sigue caminando campante desde su estreno en 1609. (O)


Ibarra, 148 años del retorno tras la ceniza, 2020/04/30


Hace 148 años, las calles de Ibarra eran un conjunto de escombros cubierto –como se puede advertir en el óleo de Rafael Troya- de una veladura de polvo que escondía la tragedia. Habían pasado cuatro largo años desde el fatídico terremoto del 16 de agosto de 1868 de origen tectónico  -7,2 grados en la escala según recientes investigaciones geológicas- que produjo aproximadamente 20.000 muertos en Imbabura y 4.458 personas en Ibarra, con una población estimada de 7.200 habitantes.

De los 2.289 heridos, algunos prefirieron migrar del terruño y unos pocos se quedaron junto al resto que se negaron a abandonar estas tierras generosas. Los 550 sobrevivientes permanecieron en improvisados refugios en Santa María de La Esperanza durante todo este tiempo, mirando a la lejanía los solares y templos destruidos y, más abajo, los restos de sus ancestros sepultados por la fuerza de la naturaleza.

Precisamente en estos días, Ibarra debía celebrar con alborozo –como todos los años- sus festividades de El Retorno. Algunos han colocado las banderas rojo y blanco de la urbe fundada en 1606 para buscar la salida al mar Pacífico, una empresa que se tardó casi cuatro siglos por la desidia pero también por los intereses del puerto principal, Guayaquil, que se opuso desde la época colonial al progreso de otras regiones.

Ahora, la ciudad –con el toque de queda por la pandemia- está vacía. No es la primera ocasión que la urbe sufre estragos. Hasta la primera mitad del siglo XX, debido a su clima al estar en los 2.220 m.s.n.m., padecía del terrible paludismo hasta que un equipo de médicos –liderados por Jaime Ribadeneira- dieron la última batalla.

En las crónicas del siglo XVIII aún se observa que los agustinos pretendían desecar la laguna de Yahuarcocha debido a la proliferación de mosquitos. Por suerte, las plantaciones de caña que aspiraban colocar nunca fructificaron. Ahora, como todos, los ibarreños esperan regresar a la vida “normal” que habrá que pensarla cómo sería. (O)


¿Para qué sirven los libros?, 2020/04/23


¿Qué diría frente a esta pandemia Heráclito? Seguramente: “El sol es nuevo cada día”. El poeta persa Rumi acotaría: “Esto también pasará”. “El pánico es más contagioso que la peste y se comunica en un instante”, señalaría Nikolái Gógol. Marguerite Yourcenar clamaría: “No puede construirse una felicidad sino sobre los cimientos de una desesperación”.

“He examinado los maravillosos inventos del hombre; y le aseguro que en las artes de vivir no ha inventado nada, pero que en las artes de matar supera a la Naturaleza y produce con la química y la maquinaria todas las matanzas de las plagas, de la peste y del hambre”, escribió George Bernard Shaw. William Blake dijo: “Aquel que desea pero no obra, engendra la peste”. Avicena en el siglo XI ya advertía: “La imaginación es la mitad de la enfermedad, la tranquilidad la mitad del remedio y la paciencia la mitad de la cura”.

Últimamente circula una frase atribuida a otro escritor –con una pintura de El fumador del artista británico Cristopher Thomsen- que dice: “Lo peor de la peste no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso”. Lo que sí dijo Albert Camus en el libro La Peste fue: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo” y por eso en los inicios de la novela –ahora nuevamente leída- señala: “El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”; por eso sentenció: “El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles la peste”.

Otro libro que muestra el egoísmo es Ensayo sobre la ceguera de José Saramago: “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”. Hoy es el Día Internacional del Libro y para eso sirven para cuestionarnos lo que somos, para después de leer sus laboriosas páginas ya no ser los mismos. (O)


Los abuelos de la selva, 2020/04/16


Los cronistas cuentan que los indios idólatras no desollaban todo el árbol, que usaban para vestirse, para no aniquilarlo. Los sedentarios plantaban cultivos diversos para no cansar a la tierra, escribía Eduardo Galeano, hace más de 30 años.

“La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación (como el banano), no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoniaca o la ignorancia”.

Ahora, continúa, recién nos hemos enterado que no hay que “someter” a la naturaleza sino que hay que “protegerla”.

Pero los incendios en la Amazonía nos dan señales hacia dónde vamos los primos de los simios en esta época del antropoceno Al descender del Chimborazo, el sabio prusiano Alexander von Humboldt bajó con una impresión.

“Al volver del volcán, estaba listo para formular su nueva visión de la naturaleza. En las estribaciones de los Andes empezó a esbozar su Naturgemälde, una palabra alemana intraducible que puede significar ‘una pintura de la naturaleza’, pero que al mismo tiempo entraña una sensación de unidad o integridad”, se lee en La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf.

Todo está conectado y tiene una causa y un efecto. Solo de esta manera se puede entender la pandemia del coronavirus, asociada a la destrucción de los hábitat por el hambre desmedida del oro, que no es otra cosa que el consumo.

“El capitalismo no se puede cambiar, se tiene que destruir, pero no quiero ningún ismo, no hay un solo sistema que sea la solución”, afirma la diputada islandesa Birgitta Jónsdóttir y concluye: hemos olvidado las recetas de los abuelos porque todo lo compramos empaquetado.

Estamos enfrascados en las disputas entre Slavoj Žižek y Byung-Chul Hany, entre si el virus hará la revolución o si es mejor cultivar nuestro propio jardín. Hay que volver a Bourdieu y a Foucault, pero de manera especial hay que escuchar lo que nos dicen los abuelos de la selva, mientras aún cantan los pájaros. (O)



Un poema para Guayaquil, 2020/04/09


Atravesando dos cadenas montañosas y muchos ríos, donde en el aire revolea un ave de inmensas alas, el viajero llega a la ciudad del puerto. Tiene casas de madera y balcones de colores y el dialecto de su gente es rápido, como el relámpago. En estos días aciagos, Guayaquil nos devuelve la nostalgia de su río. 

¿Qué puedo hacer? Volver a los poetas y al fulgor de esa ciudad querida. Hace tiempo pedí a Augusto Rodríguez que hiciera una antología de la urbe que nos pertenece a todos los ecuatorianos, porque es nuestro espejo.

Solange Rodríguez dice: “Ciudad desdibujada, cara y cruz de suerte / Cuerda y delirante, según sea descrita…”. Fernando Cazón Vera clama: “Cuando llegué a la redonda floración del naranjo / y un río de anchas voces me devolvió el trimestre, / recogieron mi amor tus manos de madera / y hallé en tu nueva altura de líneas levantadas / el recuerdo apacible de una infancia de caña”. El irreverente Fernando Nieto Cadena escribe: “Deambulando nomás sobre este puerto / esta ciudad donde mi amigo, mi bróder, mi compañero / quiso vender tarjetas en la iglesia y le dijeron que no…”.

Augusto Rodríguez: “Hablo de aquella edad que nos otorga / la sensación de verse en un mundo inmediato, / la ciudad que nos llama / en los mismos lugares, / en las mismas penumbras…”. En su guía Miguel Antonio Chávez exclama: “Guayaquil es una galleta con olor a mangle que vive entre las fauces de su golfo homónimo”. Y la voz viva de Carolina Patiño: “Mi estero y sus sirenas me saludan / y se entrelazan entre los manglares, / me guiñan el ojo en un coqueteo sutil”.

Y, claro, también la voz de Rafael Díaz Icaza: “Cuando te conocí / corrías persiguiendo al carricoche / de Chile para el sur / con trenzas y con faldas. Doncellita / no te vi más así / pero tú eras la misma, Guayaquil, chiquilla vieja”. Eduardo Morán: “Guayaquil frenética corre, vuela, estalla. / ¿Habrá quien le ponga un hasta aquí?”. Y algo mío: “Guayaquil: / por el manso río / viaja sin rumbo / el último pirata”. (O)

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