Los epitafios son una suerte de proyección de una lápida.
La lápida es una carta de presentación de los muertos.
Sin
embargo, a veces, más allá de la tumba y de las fechas queda una
sentencia. La última palabra. Acaso, el autor de Altazor -aquel de las
golonniñas y de Isolda- nos dejó en Valparaíso una inscripción acorde a
su vida: “Aquí yace el poeta Vicente
Huidobro, abrid su tumba, debajo de su tumba se ve el mar”.
Los
poemas de Quevedo siguen en el aire, en especial el dedicado al duque
de Osuna: “…su tumba son de Flandes las batallas / y su epitafio la
sangrienta Luna”. Este último párrafo, a juicio de Borges, es uno de los
versos más memorables de la
lengua española. Dice el autor de Ficciones: “¿Qué significa? Pensamos
en la luna sangrienta que figura en el Apocalipsis, pensamos en la luna
debidamente roja sobre el campo de batalla, pero hay otro soneto de
Quevedo, dedicado también al duque de Osuna, en el cual dice: “a las
lunas de Tracia con sangriento / eclipse ya rubrica tu jornada”. Quevedo
habrá pensado, en principio, el pabellón otomano; la sangrienta luna
habrá sido la medialuna roja”.
Se
conocen muchos epitafios. Por ejemplo de John Keats: “Aquí yace alguien
cuyo nombre se escribió en el agua”. “Aquí reposan los restos de un ser
que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el
valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus
vicios”, de Lord Byron para su perro “Botswain”. Mas, el poeta fue más
explícito para su propia lápida: “Cuando pases por la tumba donde mis
cenizas se consumen, ¡oh!, humedece su polvo con una lágrima”.
“Conocí
el bien y el mal, pecado y virtud, justicia e infamia; juzgué y fui
juzgado, pasé por el nacimiento y la muerte, por la alegría y el dolor,
el cielo y el infierno; y al fin reconocí que yo estoy en todo y todo
está en mí”, de Hazrat Inayat Khan.
Algunos
epitafios suelen ser igual de dramáticos como la vida de sus autores.
Así, en la tumba de Virginia Woolf se lee: “En contra tuya volaré con mi
cuerpo invencible e inamovible, ¡oh muerte!”. El verso de Quevedo, en
su propia lápida, es contundente: “Qué mudos pasos traes, ¡oh! muerte
fría, pues con callados pies todo lo igualas”.
Estas
remembranzas son a propósito de una visita de campo al cementerio de
San Diego, realizada el anterior sábado con Germán Ferro Medina, quien
nos invita a mirar estos lugares como una necrópolis, es decir, la
ciudad de los muertos. Al final queda el aliento del epitafio del poeta
Juan Ramón Jiménez: “...y cuando me vaya quedarán los pájaros
cantando...”.
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