domingo, 28 de junio de 2015

¿Ecuador, a comer canguil?



Una de las figuras que los antiguos griegos encontraron contra los ambiciosos (los peligrosos para el Estado) era el ostracismo. Se reunían los más sabios y le entregaban una ostra -de allí la palabra- y el, ahora sí desdichado, tenía que abandonar su tierra durante diez años. En ese lapso, se suponía, su riqueza mermaba por lo que regresaba tranquilo a una comunidad que, a esas alturas, había olvidado su codicia.

Ese destierro obligado servía para preservar la equidad en una comunidad que había encontrado esta fórmula contra las personas que se afanaban en esquilar al prójimo, obviamente con la respectiva explotación. En sus orígenes, esa expulsión no era para los políticos, sino para los ricos excesivos.

Esa ostra no era otra cosa que un pedazo de terracota, en forma de concha, donde se escribía el nombre de aquel ciudadano que, después de una votación, sería expulsado. De hecho, se han encontrado muchos restos de estas prácticas en lugares cercanos al Ágora, en la sabia Atenas.

Otra de las enseñanzas que nos dejó ese mundo es la palabra oligarquía, que significa literalmente ‘gobierno de unos pocos’. La definición es la siguiente: “La oligarquía es un sistema político o una forma de gobierno en la que el poder se concentra en un pequeño grupo que pertenece a la misma familia, al mismo partido político o al mismo grupo económico. Este pequeño grupo controla las políticas sociales y económicas en favor de sus propios intereses”.

Estos grupos monopolizan no solamente el poder económico y social, sino también el poder cultural. En otras palabras, dictan las normas de comportamiento. Imponen costumbres y, hay que decirlo, en capas que buscan un ascenso social, no exento de ridiculez y arribismo, son sus referentes. Siempre causan hilaridad, por decir lo menos, esas familias que, a toda costa, quieren encumbrarse en la ‘alta sociedad’, en el sitio de la ‘gente bien’, como se decía en la franciscana Quito. Esa misma clase que despreció a Carlota Jaramillo cuando cantó por primera vez en el teatro Sucre, con su voz de alondra. Ni qué hablar del cholo Julio Jaramillo.

Si algo nos deben las ciencias sociales es el estudio de los ricos. No me refiero -porque los hay- a quienes han labrado su bonanza con ímpetu e innovación, sino a esos ricos que han sido comejenes de este país. Basta recordar las grandes fortunas que se amasaron desde la época colonial o, más tarde, cuando los Gran Cacao tenían haciendas del tamaño de la actual provincia de Los Ríos, en poder de una sola familia.

Jorge Enrique Adoum nos dejó una frase: “En este país, para ser feliz tienes que serlo a costilla de alguien. Por eso, en este país, para ser feliz, tienes que ser un canalla”. El debate que se instala ahora es muy profundo, es como la época de la reforma agraria cuando los hacendados -aquellos que vendían sus tierras con indios incluidos- aún se aferraban al látigo. De allí la urgencia del cambio de la matriz cultural. No basta la transformación de la matriz energética. Un país poco instruido es fácil presa de que lo engañen. Un país que no lee prende la ‘tele’ para ver la última novela, mientras come canguil. 

domingo, 21 de junio de 2015

Me sabe a ecuatoriano



En un grafiti de Quito, de los 90 del siglo pasado, se podía leer: ‘Busco socio gringo para patentar la chicha’. Una muestra del poco interés de los ‘nacionales’ por su propia gastronomía. De hecho, los alimentos -muchos de ellos de la vertiente indígena, como la tripa mishqui o yahuarlocro- han padecido, como los pueblos originarios, de racismo.

La comida, como muchos temas que conforman la cultura de un pueblo, es un potente símbolo para entender su identidad. Se lee, por ejemplo, en Huasipungo, que el patrón ‘regala’ una vaca muerta a los indios, quienes, a la postre, terminan intoxicados. Hay que decirlo: aún los ecuatorianos tenemos vergüenza de nuestra riqueza culinaria, como lo tenemos de nuestra música (ahí está el caso de Delfín Quishpe) porque siempre hemos tenido la visión de ‘blanqueamiento’, en otras palabras: de ser lo que no somos, como nos recordaba José Martí. Siempre me causaba gracia, durante las toreras Fiestas de Quito, esos aires españoles de paella, bota de vino (que pocos, en verdad, saben cómo tomar), el cante jondo y hasta habanos (que algunos absorbían como un pitillo). Porque en el tema gastronómico, donde la fritanga quedaba a un lado, también es posible analizar los imaginarios que se construyen.

No es casual, aunque casi nadie lo nota, que en las panaderías de barrio aún hay el pan cholo, el pan mestizo, la chola de Guano y nuestros cachos (en los centros comerciales se llaman croissant). Curiosamente, hablando de panes, el de Ambato fue una idea de un cura en la época colonial quien se quejó amargamente de las piezas de pan y hasta envió diseño de hornos para paliar el problema.

Esto a propósito de la iniciativa privada de Mesabe (a ecuatoriano) donde se recoge a las ‘huecas’, un trabajo que anteriormente fue emprendido por varios ministerios e impulsado por las más variopintas instituciones que, ahí sí, no distinguen fervores políticos. Y eso es absolutamente bueno para el país. Mesabe es una apuesta de lo que somos y tratado con un marketing adecuado que incluye sitio web, algo que algunos gestores culturales aún no asimilan.

Un ejemplo positivo fue la exposición de las ‘huecas’ -y el libro en un estilo popular- que se promovió desde el Centro de Arte Contemporáneo de Quito, en el antiguo Hospital Militar. Fue una experiencia para conocernos, en una iniciativa de la anterior administración municipal que esta -ya que el tema de comida no debería tener banderas partidistas- debería replicar. En el prólogo, por ejemplo, se señala que muchas de las huecas quiteñas tienen el cuadro de la Última Cena como abrebocas. Y en estos espacios está -además- la iconografía popular. Este diario publicó una serie de nuestros sabores que debería continuar.

Ahora, con la gran calidad y profesionalismo de los chefs ecuatorianos estamos a  punto de dar el salto que Perú lo hizo de la mano de Gastón Acurio. Tal vez solo deberíamos entender primero que nuestra gastronomía -muchas veces ninguneada- no le pide favores a nadie. Y esto lo digo imaginándome el cevicangre de Vuelta Larga, en Esmeraldas, rociado con limón y acompañado de verde. Pero esa es otra historia. (O)



Frases célebres de la herencia



El tema de las herencias, tan debatido en estos días, también puede mostrarse desde la literatura. “Come a gusto y placentero, y que ayune tu heredero”, nos dice el refranero popular que también acota: “Lo heredado, no es hurtado”.

Por su parte, Virgilio ya nos advirtió: “Admira y ensalza las extensas posesiones, pero tú cultiva una pequeña heredad”. En este sentido, el periodista estadounidense nos legó una metáfora: “Solamente dos legados duraderos podemos aspirar a dejar a nuestros hijos: uno, raíces; otro, alas”. Y, en este punto, viene la frase de la bailarina Isadora Duncan: “La mejor herencia que se le puede dar a un niño para que pueda hacer su propio camino, es permitir que camine por sí mismo”.

Como notará el lector, el tema de la heredad no solamente, al menos para estos pensadores, se traduce en labrado metal. También hay ironía. Así, Randolfe Wicker comentaba: “Si no fuera clonado antes de morir, dispondré en mi testamento que sea clonado después”.

Gaspar Melchor de Jovellanos escribía: “Perezcan de necesidad y de miseria los que, habiendo disipado la herencia de sus padres o no sabiendo sacudir su desidia, quieren todavía mantener el esplendor, rodeados por todas partes de la miseria”. De esa misma esencia llega la voz de Pedro Calderón de la Barca cuando señalaba: “¡Qué presto se consolaron los vivos de quien murió! Y más cuando el tal difunto mucha hacienda les dejó”.

Jorge Cafrune escribió un legado: “Yo quisiera que mis hijas aprendan a defenderse, a entender a una futura sociedad más justa. Que sepan no hacer diferencias entre la gente, que sean normales, que quieran, que respeten al semejante. Esa es la herencia que les voy a dejar: concepción social del mundo en que viven. Que sean gente bien, no ricos ni pobres, sino buenos. Que sepan dar, que sepan hacerse querer”.

Desde el Renacimiento, del siglo XV, nos habla el arquitecto y escritor italiano Leon Battista Alberti para decirnos: “El mejor legado de un padre es un poco de su tiempo cada día”. Y desde la filosofía oriental, Lao-Tse nos dejó una frase que, con el tiempo fue atribuida a Confucio: “Si das pescado a un hombre hambriento, le nutres una jornada. Si le enseñas a pescar, le nutrirás toda la vida”.

¿Cuál puede ser la mejor herencia? Hay que leer la parábola del hijo pródigo y de los talentos, pero también las profundas enseñanzas del islam, de la cábala, de lo que nuestros abuelos andinos nos decían. Tal vez, para el poeta, la mejor herencia es una frase que lo justifique, como decía Borges.

En Monólogo del insumiso, de Juan José Arreola, podemos leer: “Estoy acribillado de deudas para con los críticos del futuro. Solo puedo pagar con lo que tengo. Heredé un talego de imágenes gastadas. Pertenezco al género de los hijos pródigos que malgastan el dinero de los antepasados, pero que no pueden hacer fortuna con sus propias manos. Todas las cosas que se me han ocurrido las recibí enfundadas en una metáfora. Y a nadie le he podido contar la atroz aventura de mis noches de solitario, cuando el germen de Dios comienza a crecer de pronto en mi alma vacía”. (O)

jueves, 11 de junio de 2015

Revista digital Ecuador Infinito



Comparto la Revista digital Ecuador Infinito, donde soy parte del Consejo Editorial.





En la página 92, del mes de mayo 2015,  hay un artículo de mi autoría: tengo una hoguera de estrellas



domingo, 7 de junio de 2015

Los sanjuanes en Imbabura



Nuestros antepasados empezaron a leer la inmensa cartografía de las estrellas antes de escribir en la arena. Desde todos los confines, subidos en montes y atalayas, los antiguos astrónomos, quienes también eran magos, descubrieron la ruta de las constelaciones y calcularon, con sorprendente exactitud, el calendario de los solsticios y equinoccios.

Estas destrezas se tradujeron a la hora de la siembra y la cosecha, cuando, después de ser nómadas, pasaron a aprovechar la agricultura. Una época importante fue el solsticio de junio -a Imbabura, por estar en el hemisferio norte, le corresponde el solsticio de verano- donde el agradecimiento a la Madre Tierra por los dones recibidos aún pervive en una fiesta que, aunque tiene muchos nombres, posee un símbolo: la fecundidad.

Esta celebración solar no es exclusiva de los incas, como parecen creer quienes alientan esas reminiscencias olvidando que los caranquis, señorío étnico que construyó más de 5.000 tolas desde el Valle del Chota a Guayllabamba, poblaron estas tierras del 1250 al 1500 de NE, antes de las sucesivas invasiones de los cuzqueños y españoles, en el siglo XVI. De allí que el término Inti Raymi, por lo demás declarado patrimonio en Perú, acaso no sea el mejor nombre para estas festividades que, para Imbabura, implican las deidades del tutelar monte Imbabura, dador de agua, así como cascadas, vertientes, ríos y árboles.

Obviamente, una fiesta no es estática y con la llegada de los nuevos dioses católicos, estos se incorporaron incluso con sus propios santos. Los así llamados sanjuanes han enriquecido con sus particularidades, presentes en las niñas que cantan loas subidas a caballos con cintas de colores y estrellas de oropel. La fiesta del Solsticio, además, es un ritual donde se evidencia la transformación de estas sociedades microrregionales no exentas de principios de reciprocidad y redistribución, donde los priostes se confunden con los aya humas.

Sin embargo, en lo profundo del Jatun Puncha, como también se llama, sobrevive uno de los elementos que modificaron la historia de la humanidad: el fuego. No es descabellado dar un nombre: Nina Raymi, Fiesta del Fuego, después de todo, aún las hogueras se encienden, entre el olor de la pólvora de los castillos mientras los danzantes suben y bajan colinas. Para volver a los orígenes no hay que olvidar que los antiquísimos pueblos encendían hogueras interminables para pedir al Sol que no se alejara del firmamento y, como todos los años, volviera para que germine la vida, en el eterno ciclo que va de las cenizas, con la quema de los rastrojos, a la semilla que, para el caso de los caranquis, era y sigue siendo el maíz.

Otro punto vital es el significado de la fiesta, que implica no solamente personajes, gastronomía, danza o música, sino profundas relaciones de un pueblo, donde se readaptan los elementos simbólicos y rituales, en debate contra un mundo que pretende homogeneizar y banalizar la cultura vía mass media. Por suerte, los sanjuanes siempre bajan por las colinas.