sábado, 13 de agosto de 2016

Don Eugenio y las siete cruces

El pensamiento criollo, a partir de Juan de Velasco, fue fundamental para llegar a los hechos del 10 de Agosto de 1809, ampliamente reseñados en estos días. Queda en la historia un personaje clave en impulsar estas transformaciones sociales. Primero bibliotecario, después médico y también el primer periodista. Mucho se ha escrito. Y muy bien. Están sus cartas, donde su agudo espíritu lo lleva a la filosofía, sus duras críticas, su apego a la justicia, su sapiencia sin tregua. Aquí un bosquejo de este prócer a quien le debemos tanto.

Eugenio Francisco Javier de Santa Cruz y Espejo es un nombre que no alcanzaría en las hornacinas del hospital San Juan de Dios. Pero sí le servirá para que un indio como él -su padre nació en Cajamarca- pueda burlarse de los prejuicios de esa época que, cosa curiosa, aún no terminan de irse. Así obtuvo su título de médico y ayudó a combatir la peste de la viruela, adelantándose a su época. Pero tuvo otra gesta: las ideas libertarias.

Espejo, nacido en 1747, estudió además literatura y filosofía y era un hombre que atisbaba el futuro. Como un buen polemista se procuró engastar su verso contra las injusticias para: “bajar el capote a estos omnipotentes, a estos potentadillos, a estos avaros atesoradores del dinero de todo el mundo”, como refiere en Cartas riobambenses, de 1787, sitio donde tuvo que huir. Después se encontraría con uno de sus discípulos: el Marqués de Selva Alegre, pero en Bogotá, donde fue enviado por sus ideas. Después publicaría el periódico Primicias de la Cultura de Quito y antes El Nuevo Luciano, Marco Pocio Catón y la Ciencia Blancardina.

Ahora que está de regreso a Quito, se instala otra vez en el hospital San Juan de Dios. Desde el pequeño agujero de su laboratorio, Espejo no tiene tiempo para mirar El Panecillo. Hay otra preocupación: sus enfermos que descansan en la paja recién cortada y que por las noches realizan inscripciones -con el fuego de las velas- arriba de sus lechos. Piden los favores de Dios, pero Espejo los alentará por la mañana.

Pero Espejo no está conforme: quiere difundir aún más las ideas libertarias. Se decide. Isaac J. Barrera revive el pasado: “El 21 de octubre de 1794 aparecieron en todas las cruces públicas de la ciudad unas pequeñas banderas de tafetán colorado, cruzadas de fondo blanco, en cuyo anverso y reverso se leían estas inscripciones: ‘Salva cruce liber esto felicita atem et gloriam consequto’ (Felicidad y gloria conseguiremos, al amparo de la cruz seremos libres). También se dice que fue su hermano Pablo quien escribió la proclama. Nadie ha podido probar que solo fuera él, pero tampoco nadie lo ha negado. Espejo será encarcelado, pero tendrá licencia para asistir a sus pacientes. Pero las aves no resisten el cautiverio y morirá”.

En la actual calle García Moreno, donde está el hospital San Juan de Dios, ahora convertido en Museo de la Ciudad, hay siete cruces. Desde una ventana desvencijada se puede sentir una ráfaga de viento danzando entre los enormes crucifijos de piedra. Espejo, que era conocido como Chusig o lechuza, aún parece rondar en las noches de la franciscana urbe. (O)

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El mito del Huagra Puma

Los mitos viajan de voz en voz. Los abuelos son las bibliotecas del mundo andino. Para que no se pierda, como la memoria, es preciso volverlos a contar, una y otra vez. Es parte de la mitología que debería enorgullecernos como país pero que, muchas veces, no consta en los libros oficiales más dados a las batallas y a la épica. Es curioso, aún se sigue nombrándolas como ‘costumbres y tradiciones’, como si viviéramos todavía en el ‘costumbrismo’, de inicios del XX.

Los mitos están hechos de símbolos: la palabra huagra significa toro, aunque estos animales fueron traídos por los conquistadores, pero en este caso significaría enorme. Aquí esta mitología quichua amazónica.

En los tiempos antiguos los pumas dominaban la selva. Eran enormes y sus colmillos oteaban el horizonte por donde pasaban los quichuas del Napo. Quienes se ocultaban entre los árboles sabían que había que ser muy valiente para enfrentarse a las fieras. Las puntas de las afiladas lanzas debían tener un veneno fortísimo para ultimarlos. Por eso, los valientes se procuraban la chingana antes de enfrentarse a los felinos, a quienes debían atravesar el corazón.

En esa época vivía un joven que se había destacado por su coraje. Era un gran cazador que había entendido que la astucia no está en el arrojo sino en la prudencia. Aliado a su lanza cazó a un puma y cortándole la cabeza se dirigió a su casa para alegrarse con los suyos. Este valeroso cazador supo que después del festejo había que enfrentarse acaso con la muerte. Tomó su cerbatana y se perdió en el follaje...

Salió a cazar, pero esta ocasión no pudo vencer porque se enfrentó a un puma gigante. Sabía que retroceder no es perder la contienda y prefirió escabullirse para volver otra ocasión. Sin embargo, el puma de patas enormes lo persiguió.

“El gran puma me persigue”, se escuchó a lo lejos. “El gran puma me persigue”, gritó otra vez el muchacho. Su padre escuchó sus gritos como si la selva trajera a esa única voz. Tomó rápidamente la cerbatana y el matiri (planta medicinal) y se transformó en puma. Antes de que sus patas cayeran a tierra y comenzara a correr para salvar a su hijo, la cerbatana se trocó en rabo y el matiri en testículos.

¡Si eres valiente ven aquí!, lo retó el transfigurado puma. El Huagra Puma que había perseguido durante dos días al joven cazador meneó la cabeza. Desandó sus pasos porque supo que era un puma el que le provocaba.

¡Nos veremos frente a frente!, le dijo el transfigurado puma, al tiempo que le increpó por hostigar a su hijo.

La pelea fue ardua. Las patas se encontraban en un duelo de zarpazo y ojos refulgentes, mientras que las hojas caídas recibían esos dos cuerpos esbeltos en disputa. Un nuevo ataque. Uno de los pumas subió a un árbol y desde allí se abalanzó contra su adversario. Mientras lo sostenía trágicamente con sus garras le mordió el pescuezo hasta que el puma quedó inerte, ante las fauces latentes del vencedor. El Huagra Puma no supo que su enemigo bebió su sangre en su honor.

A la tarde, un puma acompañaba al joven cazador de regreso a su morada. Al franquear el umbral, el puma se volvió otra vez un quichua.

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