domingo, 26 de febrero de 2017

Memoria del Fuego, Eduardo Galeano


“EDUARDO GALEANO “MEMORIA DEL FUEGO” TRILOGÍA (BAJAR EN PDF)

Por Eduardo Galeano

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. El mundo es eso -reveló- Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Bajar las obras en pdf aqui:







Carnavales, la época de gozo

Lo sorprendente de las fiestas -como la cultura misma- es que están en movimiento, en perpetua mutación. Ese es el caso de los carnavales, en las diferentes partes del mundo: época de desenfreno y sensualidad.

Eso pasa con la Fiesta de las Flores y las Frutas, en Ambato, que curiosamente nació tras el terremoto de 1949, o los famosos carnavales de Guaranda y sus tradicionales comparsas, o las ‘mojadas’ en Cuenca, mientras el ‘cuchi’, como dicen los cuencanos al cerdo, se hornea lentamente.

En el ámbito de las fiestas se sintetiza, simbólica y de forma condensada, los aspectos más representativos de la cultura, dice Marcelo Naranjo, en el libro en torno a la cultura popular publicado por el Cidap. Ese es el caso de los carnavales donde surgen elementos de reivindicación étnica, presencia de la ruralidad, además de formas institucionalizadas, en una diversidad propia del norte de Ecuador.

El cantón Ibarra, como la provincia de Imbabura, se muestra particularmente rico en el aspecto de las fiestas populares, parte sustancial de la identidad de un pueblo. Los estudios de Naranjo señalan que quizá no hay otra región del país donde se pueda apreciar tan variadas festividades, además de un proceso dinámico y sugerente de transformaciones en la concepción y en la forma de las celebraciones: readaptaciones de determinados elementos simbólicos y rituales de acuerdo a cambios estructurales que históricamente presenta la sociedad local, procesos de institucionalización de ciertas fiestas populares, persistencia y revitalización del componente espontáneo de otras, fiestas tradicionales que tienden a desaparecer, nuevos eventos, configuran un mosaico donde se expresa la historia. Todo esto, como es obvio, de disputas con lo global.

En este contexto, los carnavales del cantón Ibarra muestran esa realidad de manera exponencial: presencia y reivindicación de la identidad afrodescendiente en el Valle del Chota, ferias y gastronomía étnica en la parroquia de Angochagua, proyectos ecológicos en la ribera del río Tahuando, en un barrio periférico, venta de pescado en Yahuarcocha junto a músicos populares, incluso una propuesta institucional de corso donde las diversidades bullen.

En el cantón Ibarra las festividades, que incluyen un componente étnico, son parte sustancial en las parroquias, mientras que en la urbe están los festivales, y en los dos ámbitos las fiestas de carácter cívico o religioso. Los carnavales, en este sentido, son únicamente detonantes de procesos de construcción de la identidad de un pueblo único y diverso.

Sin embargo, no hay que olvidar los orígenes, probablemente de las fiestas paganas en homenaje al dios romano del vino Baco y su nombre mismo: carnestolendas, el domingo antes de quitar las carnes, justo antes de la Cuaresma y del Miércoles de Ceniza donde se recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás. El carnaval es eso, la fiesta de la sensualidad y el paganismo antes de la promesa de la penitencia de los ritos católicos. (O)

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Yahuarcocha, algunos secretos

El feriado de carnaval nos llevará a distintos lugares. Uno ineludible es la laguna de Yahuarcocha, a 10 minutos al norte de Ibarra. ¿Cuál es su historia? Para los caranquis, señorío étnico que floreció del 1250 al 1500 de Nuestra Era, aproximadamente, las lagunas eran parte de sus deidades porque estaban relacionadas con el agua. Según Waldemar Espinoza Soriano, este antiguo espejo de agua se llamaba Cocha Caranqui (Laguna de los caranquis).

En el sector de El Tablón, los descendientes de este pueblo que levantó más de 5.000 tolas festejan la fiesta del solsticio de junio, época de las cosechas, mientras bailan en círculos en agradecimiento al Taita Imbabura, el monte y dios principal de los caranquis. Los límites de este pueblo iban desde los ríos Chota-Mira al norte y Guayllabamba al sur; extendiéndose por las estribaciones occidentales de los Andes hasta el río Íntag, a los pasos de montaña de la cordillera Oriental, según refiere Santiago Ontaneda Luciano.

La presencia de los incas en el norte del actual Ecuador duró, aproximadamente, 30 años; de los cuales 17 años estuvieron guerreando con los caranquis y sus aliados, quitus, pastos y cayambis. En el primer cuarto del siglo XVI, tras varias sublevaciones, se produjo la denominada Batalla de Yahuarcocha, que lleva este nombre porque, según algunos cronistas, fue tal la matanza que sus aguas se tiñeron de rojo, debido a la sangre (Guamán Poma de Ayala da una cifra en 20.000 muertos).

Los sobrevivientes caranquis, niños de 12 años, fueron llamados ‘huambracunas’. Según Silvio Luis Haro, ellos vengaron a sus padres cuando, años más tarde y ya guerreros, el inca-caranqui Atahualpa ultimó a Huáscar y su ejército en Cusco. La memoria de Nazacota Puento, quien pereció en la masacre inca, aún perdura en el pueblo caranqui.

Yahuarcocha está considerada como una laguna eutrófica, porque sus aguas tienen una elevada concentración en organismos debido a la presencia excesiva de nutrientes.

Según un estudio de la Espol, la laguna se formó en el pleistoceno y es de origen glacial; posee una altura de 2.190 msnm y la temperatura del agua es de 11º C, con una profundidad de 8 m y un espejo de agua de 257 hectáreas. Este hermoso lugar está apenas a 3 kilómetros al norte de Ibarra y también se puede acceder por el sector de el mirador de San Miguel Arcángel, patrono de la urbe ya en época colonial.

Además, se puede apreciar  su riqueza natural, a través de flora nativa, como capulí, guaba, molle, higuerilla e introducidas como eucalipto. Y, asimismo, admirar la fauna, como patos, patillos, garzas, colibríes, tórtolas, gorriones, gallaretas, cormoranes, golondrinas…

Su mitología es extensa. Se habla de los rituales de los caranquis a una de sus deidades, pero también de la influencia inca, como la celebración del Cápac Cocha, que consistía en ofrendas en busca de prosperidad para las cosechas. Al cabo del tiempo, con la influencia ibérica, se mezclaron los mitos. Así encontramos la leyenda de ‘La hacienda de agua’, donde un avaro, al no recibir a un pordiosero, es castigado con un diluvio. (O)


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El obelisco de Ibarra

Corría el año de 1934, Ibarra -tras el terremoto de 1868- se consolidaba como urbe moderna. El presidente del Municipio era Luis Abraham Cabezas Borja, de 51 años, de bigote tipo mostacho y lentes redondos. De niño, junto a su familia, había llegado a Ibarra y soñaba con el progreso de la ciudad de las paredes blancas. Por este motivo inició la construcción de la vía Occidental que, con el tiempo, sería la avenida Mariano Acosta, que honra la memoria del insigne ibarreño, quien, junto con los 550 sobrevivientes, refundó la ciudad devastada en 1872.

En 1947 el jurisconsulto Cabezas Borja, con voto popular y amplia aceptación, fue designado como el primer Alcalde de Ibarra (antes se denominaban presidentes del Concejo). Era un hombre de grandes proyectos, como lo demostró con la construcción de su casa en 1928, reconocida con el premio al ornato (el actual redondel Cabezas Borja, que debería ser un museo). Como fundador de la Junta Patriótica del Ferrocarril Quito-Ibarra-San Lorenzo, acaso, pensó que la entrada principal debía tener un ícono emblemático. En estas circunstancias, en 1949 y a sus activos 71 años, Cabezas Borja escribió al historiador Carlos Emilio Grijalva para consultarle sobre una idea que, desde hace tiempo, tenía en mente: “levantar un obelisco en homenaje a los fundadores de Ibarra, con el objeto de guardar su memoria...”.

Sí, un obelisco, con cuatro caras trapezoidales y que significa aguja en griego, como tenían grandes ciudades, como Buenos Aires o Washington D.C., para recordar a sus hijos ilustres, aunque en sus orígenes, en el antiguo Egipto, estos monolitos de una sola pieza eran colocados, a la entrada de las tumbas reales, para devolverles la vida a los faraones en la hora de su resurrección, según sus ritos.

Para enero de 1950, según refiere el historiador Amílcar Tapia, se presenta el proyecto elaborado por Neptalí Páez Sánchez, como dibujante-topógrafo, además del esbozo del dibujo artístico por parte de José Antonio Ayabaca Madrid, quien, a la postre, elaboró los monumentos del fundador de la ciudad, capitán Cristóbal de Troya y Pinque, quien llegó en 1606 por pedido del entonces presidente de la Real Audiencia, Miguel de Ibarra, cuya efigie al natural también está en el obelisco de 28 metros, de la plaza Alejandro Pasquel Monge, en memoria del destacado clérigo.

Sin embargo, a Cabezas Borja se le terminó el período para ver cumplida su obra, así que -con gratitud y gentileza- el nuevo alcalde de Ibarra -que la concluyó en 1951-, Alfonso Almeida, nombró en el discurso inaugural por las fiestas septembrinas al gestor de la iniciativa, que pudo lograrse con la ardua labor de obreros, como Sixto Amaya, Jorge Lama, Ernesto Portilla, David Pupiales y su hermano, quienes, por lo general, son actores anónimos frente a los héroes oficiales y las ofrendas florales.


Todo tiene un símbolo: el obelisco fue erigido a la memoria a los fundadores que soñaron con una salida al mar, por el océano Pacífico, hace más de 400 años. Sin embargo, la estatua de bronce de Cristóbal de Troya aún no divisa el puerto. (O)

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Quito visto desde El Panecillo

En la cultura antigua los montes eran considerados deidades protectoras. Quito tiene su ícono: El Panecillo, que trae su nombre porque “es semejante a un pan de azúcar”. Precisamente de este encantador cerro -ahora con una virgen alada- el historiador Javier Gomezjurado Zevallos entrega a la memoria del país su nuevo libro El Panecillo y su historia.

Inicia con un tema que alude a este lugar sagrado de los Quitu-Cara en la letra del inolvidable Luis Alberto Valencia: “Qué será cuando yo me vaya de aquí / y en dónde lloraré mi pena, / Panecillo de mi recuerdo ayayay… / tan lejos quién me ha de consolar”. Esa es una de las entradas, porque -como si se tratara de la Puerta de Alcalá, que mira pasar la historia- El Panecillo nos remite al tiempo en que era conocido como Yavirac, pero también al momento en que los jesuitas buscaron la espiritualidad de los retiros, en una época donde sus barrios se poblaron de mestizos e indígenas, el tiempo en que sirvió de fortificación en las luchas independentistas, los sembradíos de trigo y frutas, los mitos que hablaban de túneles subterráneos, cuando en 1891 se construyó la ‘casa del cañón’ porque mediante un cañonazo se anunciaba la hora meridiana, el crecimiento de una urbe cual sierpe enigmática, una polémica virgen que terminó agradando a todos, hasta convertirse en el perfecto mirador para divisar una parte deslumbrante del Quito colonial.

El libro, de una investigación rigurosa, nos devela por épocas los sucesos de este lugar, acaso el referente de la ciudad de las campanas. Se agradece la contextualización de cada uno de los capítulos porque permite tener una panorámica -en este caso, valga la redundancia, de su historia. Así, se cuenta que, durante lo que se llamó la extirpación de idolatrías, este templo del Sol, para el caso incásico, fue hurgado tras los prometidos tesoros y al no encontrarlos se colocó una cruz, una de las prácticas comunes para ocultar las antiguas pacarinas, es decir las huacas de los ancestros.

Un aporte significativo de esta obra son las bien cuidadas ilustraciones, recogidas en el tiempo, como aquel plano de Quito de 1734, de Dionisio Alcedo y Herrera, la reproducción de un curioso cuadro del siglo XIX, cuando el 25 de noviembre de 1809 entraban las tropas realistas, o la imagen bucólica de Ernest Charton de Treville de 1860. Y claro, esa mirada del país indolente, propio de los viajeros del XIX, que no dejó indemne a Friedrich Hassaurek -quien siempre encontraba pulgas por doquier- al relatar la impresión que le causó la ciudad: “Vista desde la distancia o desde una de las colinas circundantes, Quito se parece a uno de los pueblos encantados de las mil y una noches, tan admirablemente descritos por la ingeniosa Scheherazade”.

Gomezjurado, por suerte, además de historiador prolijo, tiene esa veta tan cara a Jenofonte: la curiosidad de las cosas sencillas, que en definitiva son las que ponen sazón a un trabajo de este tipo. A veces la historia nos remite a la épica severa, esta historia que hace guiños a la crónica nos envuelve a El Panecillo también en una estética como el velo de niebla de su virgen bailarina. (O)


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Medicina tradicional andina

Aún queda en la memoria cuando existía la costumbre de curar el malaire. Eso aún es comprensible porque el país es esencialmente agrario, ligado a una profunda tradición de los pueblos originarios. Entonces, nada mejor que la aromática menta. Que ahora tomemos esas mismas infusiones en brebajes de marca no significa nada. Y esto porque aún en los mercados populares las hierbateras nos prodigan con sus saberes.

En el mundo andino la presión alta y la presión baja se la conoce como: pasado frío (presión baja) y calentura (presión alta). Para esto es imprescindible tener conocimiento de las plantas medicinales, cuáles son tóxicas y cuáles no; además, es importante tener conocimiento de cuál es la función de cada una, para saber esto es necesario que la partera, el yachac o el curandero consuma primero y descubra cuáles son los beneficios de cada planta. A través de los síntomas que presentan los pacientes, cuando el hígado está mal, los labios se secan, según Luz Cancan y Karen Pagllacho, curanderas andinas.

“Precisamente, dentro de este modo de ver las cosas podrá ser entendida la gran importancia que la medicina tradicional da a las entidades sobrenaturales malignas, los malos espíritus que se manifiestan en la concurrencia a ciertas horas a ciertos lugares, pogyos (vertientes), manantiales, quebradas, etcétera, en donde se cree que residen las fuerzas malas que pasan a ser el elemento causal de la enfermedad”, señala la investigación de Marcelo Naranjo, en el libro del Cidap, sobre Imbabura, tomo V.

Un texto interesante, en este sentido, es el abordado por Waldemar Espinoza Soriano en el libro Los cayambes y carangues: siglos XV-XVI, el testimonio de la etnohistoria. Colección Curiñán, Tomo I, Instituto Otavaleño de Antropología, 1988. Allí se anota: “Casi todos sus remedios de la farmacopea, que en quechua recibe el nombre de yuyu hampicap (yerbas para curar). Entre ellas eran muy populares la pimpinela y el tabaco, para sanar heridas y descalabraduras. Conocían las virtudes terapéuticas de la chilca, de la ortiga, etc.

La tierra cálida de Pimampiro abundaba en yerbas medicinales. Para los indígenas, casi todas tenían tales propiedades. Al purgante lo hallaban al alcance de su mano, siéndoles necesario solo conocer la cantidad para ingerirlo según el deseo de cada cual, con el objeto de expeler las heces. Los obtenían de unos arbolitos de hojas pequeñas, muy blancas y suaves al tacto. A otro tipo de purga o purgante le denominaban mosquera: arbolillo del que utilizaban la corteza de la raíz, de efectos espectaculares. Sobre la farmacopea Carangue escribió en el siglo XVI un grueso volumen un doctor llamado Heras, texto que, desafortunadamente, se ha perdido.


De conformidad a las concepciones carangues, las plantas tenían y siguen teniendo sexo y sensibilidad. Por ejemplo, existía allí el sauce macho, distinguido por su forma puntiaguda. Al de ramas colgantes le llamaban sauce hembra. Al papayo le decían chamburu y chilvacan, que son dos variedades. Hay un árbol llamado carachi (Rhus juglandifolia), venenoso y urticante en exceso”. (O)

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Secretos de las calles de Quito

Las calles tienen sus huellas. Hay formas de estudiarlas: recorrerlas para sentir qué historias cuentan, más allá de sus nombres, como la Calle del Suspiro, para hablar del Centro Histórico de Quito. Existen arterias con un pasado extraño, como la calle García Moreno, que en la colonia también era conocida como la calle de las Siete Cruces. Porque las vías tienen más que la simple nomenclatura que los historiadores reseñan. Una muy concurrida en la ciudad de los campanarios es la calle Cuenca. Aquí su historia. Por la calle de la Corte iban los chapetones: traje de capa, casaca larga hasta las rodillas, botones de doble hilera y mangas ajustadas, abiertas a los costados.

Cuando los recién llegados funcionarios de la Corona pasaban no levantaban sus sombreros, de cintas de oro y plata, con hebillas, a la espera de reverencias. Tampoco lo hicieron cuando se denominó Urcu-Virgen, que significa Virgen de la Montaña, tampoco cuando se llamó calle del Cajón de Agua, por donde iban los aguateros. La calzada, a inicios del siglo XX, se llamó La Chilena: recuerdo de una mujer que llegó del Sur, para tristeza de las beatas y alegría de quienes pagan por amor. Ahora es la calle Cuenca: memoria de sus cuatro ríos; de su gente generosa, de sus poetas y talanes. Otra calle importante es la Chimborazo. La calle parece una serpiente de casas con aleros de madera y canaletes de hojalata. A medida que se rellenaba la quebrada se levantaban las grandes paredes de adobe: unas viviendas ganaban por un balcón a las otras. Hasta mediados del siglo XX, en el sector de la Fabara, las botellas de licor competían con las enaguas provocativas de las casas del Deseo.

Por la calle Mideros -tras franquear 94 gradas- se llega a la cúspide de la Subida del Placer: la ciudad se abre en tejados y cúpulas blancas. La vía evoca a la provincia de Chimborazo: nevado portentoso, culturas coloridas y diversas y tapices de sembradíos colgados desde el páramo. Para finalizar esta entrega, la historia de la calle Venezuela: De plata fueron hechas las lunas menguantes para los pies de las vírgenes de madera. Los devotos iban a la calle de la Platería para lograr favores de sus santos a cambio de joyas. También llegaban los conquistadores ya viejos en busca de indulgencias. Estos hombres de antiguas corazas acaso querían olvidar sus sangrientas masacres contra los indígenas. Iban a las capellanías a pagar misas para toda la eternidad porque sabían que las imágenes de madera eran benévolas con los atormentados.


En la misma calzada, Antonio José de Sucre construyó su casa, con indicaciones que llegaban en cartas escritas en el fragor de las batallas de Independencia. Unas balas de la infamia lo asesinaron en Berruecos, pero nadie olvida que de Venezuela también llegó el ejército libertario de llaneros. (O)

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Angochagua, historias mínimas


Con las nuevas vías también se abre la posibilidad de que los viajeros encuentren que el país es otro. Imaginamos, por ejemplo, la cantidad de pueblos olvidados que, merced al tren de Alfaro, hallaron la posibilidad de un esplendor inusitado, como Alausí o, por el contrario, con el cierre de las vías férreas pasarán rápidamente al olvido, como sucedió con el pintoresco pueblo de Estación Carchi.

Hace unos meses se inauguró una vía asfaltada que conduce a la parroquia de Angochagua, en la ruta a Olmedo (otra de las posibilidades para llegar de Cayambe hasta Ibarra). En medio de paisajes de encanto se puede llegar hasta Zuleta, famosa por sus bordados, pero también de lugares cautivantes, como La Rinconada.

¿Cuál es su historia? La parroquia de Angochagua tiene una vital importancia porque, como ha sugerido el historiador Segundo Moreno Yánez en la Nueva Historia de Ecuador, habría sido la capital del señorío étnico de los caranquis, no solamente por contar con 148 tolas, de los cerca de 5.000 montículos que se levantaron en el amplio territorio que comprende casi la totalidad de la provincia de Imbabura y parte de Pichincha, sino porque aún esta historia debería configurar otras visiones sobre el pasado de esta población. Las tolas se encuentran en la actualidad dentro del perímetro de la hacienda Zuleta.

Según Santiago Ontaneda, “los montículos artificiales son uno de los rasgos más sobresalientes, son estos monumentos de tierra conocidos localmente con el nombre de tolas. La realidad arqueológica permite hablar básicamente de tres clases de tolas: a) tolas cuadrangulares o en forma de pirámide truncada, las cuales tienen generalmente una rampa de acceso; cuando su concentración es alta se considera que servían como templos o adoratorios, mientras que cuando su concentración era baja han sido catalogadas como centros políticos; b) pequeñas tolas hemisféricas construidas como monumentos funerarios, pues cubren un pozo sepulcral excavado a partir del suelo natural; y c) grandes tolas hemisféricas construidas para edificar viviendas en su superficie”.

Waldemar Espinosa Soriano refiere que “es bastante palpable cómo en el nombre de sus mandatarios siempre empleaban como distintivo de clase y linaje la palabra ango entre los carangues y puento entre los cayambes, tan igual como las autoridades puruháes cuando usaban los terminativos cela y lema. Tales voces tenían su propia significación: reyes o jefes máximos”.

Según Otto von Buchwald, ango deriva de aco y ago, porque la n es solo un ligero aditamento nasal. En quechua, anco y ango es soya de cuero, y angani dar cuerazos o azotar. Por consiguiente, ango es el que castiga, el que hace justicia, es decir el primer jefe o capaccuraca o rey. Muchos años más tarde, dichos angos se encontraron con la aristocracia imperial de los incas, con el objeto de obtener ventajas en la sociedad colonial. Ango es todavía una quechuización usada en el departamento de Nariño: significa nervio, tendón, vena, músculo, carne de res. (O)



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El lado oscuro del corazón

Antes de que feneciera 2016 -en medio del barullo- llegó la noticia de la muerte de Eliseo Subiela, el cineasta argentino de películas fundamentales como la corrosiva Hombre mirando el sudeste o la aclamada El lado oscuro del corazón, con la interpretación de Darío Grandinetti, Sandra Ballesteros, Nacha Guevara, André Mélançon y Jean Pierre Reguerraz. Su estreno data de 1992, y está basada en la poética de Oliverio Girondo, en menor medida de Mario Benedetti con parte de este texto: “Tengo una soledad / tan concurrida / tan llena de nostalgias / y de rostros de vos / de adioses hace tiempo y besos bienvenidos…”.

Está Costumbres, de Juan Gelman: “No es para quedarnos en casa que hacemos una casa / no es para quedarnos en el amor que amamos / y no morimos para morir / tenemos sed y / paciencias de animal”. En la segunda parte de la película consta el siempre olvidado Vicente Huidobro, que padeció una suerte de ostracismo por provenir de la clase alta de Chile (sus parientes siguen siendo propietarios de viñedos) y escribir en francés. Algo parecido le ocurrió en nuestro país a Gonzalo Escudero. “Este durar en el aire / este finar en la tierra / la pubertad de los ángeles / la vejez de las estrellas”.

Huidobro nos ha legado ese portento que es Altazor, especialmente el canto II: “Te hallé como una lágrima en un libro olvidado / Con tu nombre sensible desde antes en mi pecho / Tu nombre hecho del ruido de palomas que se vuela…”.

Sin embargo, es en la película de Subiela donde la poesía de Girondo se muestra entera. La primera escena, que no la contaré en detalle, es parte de un surrealismo trágico, como la vida del personaje. Tengo próximo el libro de las memorias de Adolfo Bioy Casares y su relación con Borges y donde -cómo no, en el ambiente porteño- se burlan de buena gana de la poesía del autor de El Espantapájaros. Hombre de amplísima cultura, más allá de estar en contacto con los autores más importantes de su época, más allá del Atlántico, realizó su obra entre las vanguardias, pero también en las rupturas, donde el trabajo con las palabras lo llevó a dotarles de múltiples sentidos.

Subiela logró lo impensable: poner en escena la poética en imágenes, como esta evocación, merced a Girondo: “Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades. En mí, la personalidad es una especie de forunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad…”.

Mas, como es la escena primera la más punzante, como un homenaje la comparto: “No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida.

Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! y en esto soy irreductible; no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. ¡Si no saben volar pierden el tiempo las que pretendan seducirme!”. (O)

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Llega el año chino del gallo.

Hay muchas promesas para el nuevo año: tener una dieta equilibrada, no tener deudas, viajar y ver lugares nuevos, unirse a algún voluntariado, proteger a los perros callejeros, pasar más tiempo con la familia, no despotricar contra los vecinos, usar menos el Facebook, resistir al chat, leer un libro por semana, no creer en falsas promesas, no ser proclives a la envidia… En fin, el psicólogo Richard Wiseman afirma que solo el 12 por ciento de las personas consigue lo que se propone.

Seguido por la tendencia, he querido hacer mi propia lista de promesas. En verdad, no creo que cambie nada, porque el tiempo es una invención. El calendario es una arbitrariedad que, como se sabe, fue ajustado a conveniencia cristiana (está regido por el movimiento solar mientras que el musulmán lo era por la Luna). De hecho, en el mundo romano el inicio del nuevo año era en marzo, en honor de Marte, el dios de la guerra; y ni qué hablar del comienzo de un nuevo período para los chinos que, a fin de cuentas por su número, debería regir en el planeta.

El calendario, tal como se conoce en Occidente, fue creado en el 700, antes de Nuestra Era por Numa Pompilio, segundo rey de Roma, con sus 365 días, dejando hueco al mes de febrero y de allí sus años bisiestos y esto tiene su historia.

En la red se puede leer que fue Julio César quien decretó que el año comenzara el 1 de enero, para hacer coincidir el día en que los funcionarios del emperador iniciaban en su cargo. Y, claro, como era un César de paso añadió un día para que julio coincida con su cumpleaños y lo propio hizo Augusto, y por eso el pobre febrero tiene sus 28 días. ¡Qué tal!

Se puede leer: “La imperfección del calendario juliano dio pie para que en 1582 el papa Gregorio XIII encargara a Luis Lilio y al jesuita alemán Christopher Clavius la reforma por la cual se creó el calendario gregoriano. Dado que el equinoccio de primavera se había adelantado 10 días, se suprimieron estos para ajustar el ciclo de las estaciones.

Este ajuste se llevó a cabo el jueves 4 de octubre de 1582, por lo que el siguiente día se consideró viernes 15 de octubre”.

Lo de los bisiestos es un lío que no alcanzaría a explicar en este artículo, ni sabría cómo (“Así pues de los años 1600, 1700, 1800, 1900 y 2000, que en el calendario juliano son bisiestos, en el gregoriano lo son solo el 1600 y el 2000, de modo que cada cuatro siglos quedan suprimidos tres días”).

Más interesante es el año chino, por lo demás más antiguo, creado en el año 2637, antes de Nuestra Era o antes de Cristo, como le gusta decir a Occidente. Este calendario de cinco ciclos de doce años está regido por animales: Rata, Toro, Tigre, Liebre, Dragón, Serpiente, Caballo, Oveja, Mono, Gallo, Perro y Cerdo. El 2017 corresponde al Gallo de fuego, pero los asiáticos están en el año 4714, así que llevamos las de perder.

Las predicciones son precisas: “Durante el año del pájaro candente todo se mantendrá en equilibrio inestable, ya que todo apunta a grandes discusiones y mezquindades, a fenómenos autoritarios y dominantes y a una paz tensa”. No hay duda, el mundo seguirá tal cual lo dejamos. (O)



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