domingo, 24 de febrero de 2013

Historia de un burgués en Tahití


Sabemos que, en arte, basta con que un problema sea resuelto para que otros nuevos aparezcan en su lugar, nos dice Ernst Gombrich, en referencia a las búsquedas de los pintores impresionistas, quienes revolucionaron al mundo y al inicio fueron tan depreciados.
Refiere que la solución de Cézanne condujo, finalmente, al cubismo surgido en Francia; la de Van Gogh, al expresionismo, que halló sus principales representantes en Alemania; y la de Gauguin, a las varias formas de primitivismo que han tenido lugar. De esas múltiples miradas -como toda buena influencia- está impregnado el arte contemporáneo de los cuales Óscar Flores -Ibarra, 1969- es uno de sus hijos.
Como si necesitara volver a su génesis, como un Gauguin buscando la pureza en Tahití, sus obras nos hablan del ser humano en profunda relación con la naturaleza, casi como el retorno del mito, de la creación del barro, donde los seres-árboles pueden dialogar con las estrellas. Esto, acaso, sea un espejo para mirarnos en un mundo de vértigo y de shopping center que, como dice Eduardo Galeano, no alcanza para contener a un planeta.
Flores, que vive en Europa desde hace décadas, se considera un artista de búsquedas. Nada mejor que vivir en el centro para mirar la periferia, es decir rememorar nuestras montañas. De allí que en esas interrogaciones bullen en sus trabajos -por lo demás en técnicas que ya se aplican en Europa y que se alejan del simple lienzo- antiguos guerreros, insectos, texturas, como si se tratara de un artista ferviente encerrado en un íntimo bloque de cemento.
Desde esa mirada alejada -regresa al país tras siete años- dice que ha aprendido de lecturas y de miradas, desde Tàpies a Barceló, y por eso cree que algunos pintores locales no leen ni miran al mundo y eso los lleva a repetirse a sí mismos. No lo dice con desdén, sino con la profunda convicción de que precisamente el arte es también ruptura. Por eso recuerda a Joseph Beuys, lector de Nietzsche y que propuso el concepto “ampliado” del arte, cuando dice que un dibujo es, ante todo, la meditación de una existencia que no puede serlo sin misterio.
Gauguin, como se lee en el libro El paraíso en la otra esquina, de Mario Vargas Llosa, tuvo que elegir entre su vida burguesa o la búsqueda del arte primitivo en las islas. Es que para andar por el mundo hay que preguntar también de dónde venimos. Esto a propósito de la retrospectiva que el artista presenta en las próximas semanas en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Imbabura. Es que, como muchos migrantes ecuatorianos, regresar a la semilla también es un reto.
 
 

domingo, 17 de febrero de 2013

Carta al pequeño país


Un país, un pequeño país, ombligo del mundo, atravesado de nubes y de cejas de montaña. Ese es mi país, que anda también en bicicleta. El suyo, siguiendo a Gibrán, es un ardid del zorro que combate a la hiena, una artimaña de la hiena que combate con el lobo. El mío son los valles encantados donde los campesinos, al caer la tarde, desenvuelven un talego de palabras para que salte un duende. El suyo quiere ser una mal copia de un centro comercial de Miami y por eso un grafiti proclama: “Busco socio gringo para patentar la chicha”.
Mi país son los jóvenes que tienen un sueño y donde la palabra discapacitado solo existe en la mente. El suyo, es un país carcamal y caduco que huele a orines. Su país es una reunión de alto nivel con corbata, sobre temas fraudulentos, mientras afuera un hombre de piel de ébano vende jugo de coco. Creen que es normal que esto suceda porque la vagancia, dicen, es propia de los perdedores, de los “losers”. Mi país es la tripa mishqui, el suyo es el cordón umbilical de res a la carbonada. Mi país son tortillas de papa, el suyo pollo venido de Texas.
Mi país es un colibrí, el suyo un complot en un hotel. Mi país es un migrante, desterrado por un feriado bancario, que aún pone la bandera frente al desahucio en la casa de la Duquesa de Alba, el suyo es la promesa de nuevas deudas eternas bajo la sumisión de los hombres de levita. Una orquídea de Mindo es más importante que todos sus trajes.
Su país es un exportador que se rasga las vestiduras e invoca a un dios que no conozco, mientras a un lado aparece otro que tenía a ese mismo dios en las filas del franquismo. Hay incluso uno que llama “pecado” lo que otros llamamos libertad sexual. Mi dios anda por los páramos, por las montañas, por los lagos. A veces, envía un soplo de viento para que el poncho de Taita Leonidas siga ondeando más allá de las chuquiraguas. Mi país son los niños yendo a la escuela, su país son algunos niños -cosas del libre mercado- cargando cajones.
Mi país es el bacán de “J.J.” cantando  “El alma en los labios”, el suyo es una música extranjera de moda que pronto será olvido. Y no digo que todo lo de afuera sea malo, sino que digo que me gusta más disfrazarme de aya huma antes que de Freddy Krueger.
Su país es una cita descontextualizada de Juan Montalvo y mi país es también el ethos barroco de Bolívar Echeverría, y sobre todo el poema que en este momento escribe una muchacha en algún pueblo olvidado. Como ven, ustedes tienen su país y yo el mío. Los dos iremos a las urnas, con la única desventaja que no podré mirarles a la cara, porque el anonimato también es democracia.
 

martes, 12 de febrero de 2013

La bicicleta y el software


Cuando el tiempo transcurra pocos recordarán el país que vivimos: el bufón atrincherado cayendo de su propia tarima, el oculto banquero recorriendo los barrios sin tiendas, el bananero que nunca hizo un patacón de exportación (allí la frase de Manolito: no se puede hacer fortuna sin hacer harina a los demás), el hombre dilatado en dilatadas compañías después de haber tenido un sueño, otros candidatos que proponen razonablemente, uno más que viaja en bicicleta, mientras alguien afirma que es la encarnación del caudillo frente a la inercia del pueblo y otro asegura que está cambiando la historia.
Pero aún hay olvido. 8.000 millones de dólares fue la suma del pago de los ecuatorianos a la crisis bancaria, incluida la sucretización de Osvaldo Hurtado, y que llevó a tres millones de compatriotas a la diáspora. Wilma Salgado realiza un estudio comparativo: como para la época se destinaron 2,5 millones de dólares para infraestructura educativa, ese monto habría alcanzado para 3.200 años de aulas de los niños ecuatorianos. Para no alargar el cuento y quitando los ceros, es como si el país hubiese entregado un auto de 8.000 dólares para los banqueros y sus préstamos vinculados, y, en cambio, habría destinado 2,5 dólares para infraestructura educativa, lo que cuesta una funda de fideos. Esta historia ya ha sido contada, pero pocos la recuerdan.
Otro dato: casi 8.000 millones de dólares fue el monto que en los últimos años el país pudo ahorrar al realizar -con los mismos métodos especulativos, hay que decirlo- la renegociación de la deuda externa. Pabel Muñoz, de Senplades, destaca algunos hitos entre 2007 y 2012: el crecimiento de la economía ecuatoriana alcanzó un promedio de 4,3% por encima de la media de América Latina (3,5%), una recaudación tributaria  en el mismo período de más de 40.000 millones de dólares, la disminución de la pobreza… Entonces, no es un tema únicamente de carreteras, en un país donde a inicios del siglo XX los Gran Cacao tenían haciendas del tamaño de la provincia de Los Ríos.
Acostumbradas al juego mediático del vértigo, que produce amnesia, muchas personas no logran mirar con perspectiva. Únicamente el análisis pausado, lento como sugería Kundera, nos lleva a entender la trascendencia. Y es curioso que desde afuera se aprecie más el caso ecuatoriano, como la propuesta del “buen vivir” reconocida por Edgar Morin. Un último dato: el gasto público, que unos creen que es despilfarro, es de 11.000 millones de dólares al último año. Hay temas pendientes: cambiar el software, como diría Alvin Toffler.
 

sábado, 2 de febrero de 2013

La sangre joven de la patria


La pared es áspera. El muro es una invitación a vestirlo de colores. Este sábado, en este simple espacio, los jóvenes del colegio Eloy Alfaro, de uno de los barrios periféricos de Ibarra, pintarán un gran lienzo. Allí colocarán sus sueños y, acaso, sus frustraciones. La iniciativa es del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y su facilitador es Émerson Hidalgo, un activista cultural que ha recorrido los pueblos llevando propuestas, que en el pasado han sido incomprendidas.
En este colegio llama la atención el proyecto de hip-hop, donde los chicos y chicas -en su propio centro de computación- se maravillan de lo que puede hacer un estribillo en una consola. Quien dicta el taller es el Tribalista, un músico popular que viaja en bicicleta y tiene a Bob Marley como su ídolo. El coordinador de este proyecto del MIES, Danny Cifuentes, ha insuflado de entusiasmo a otros voluntarios, quienes también participan en la recuperación de las historias mínimas, entrevistando a algunos de los abuelos y abuelas, repartidos en los antiguamente llamados asilos, donde la memoria se escurría por el tubo del desagüe.
Nuestros mayores -la frase es de Borges- cuentan historias asombrosas, como la época que miraban las Pléyades para sembrar el maíz o cómo se realizaba el pan de leche de Caranqui, mientras la muchachada era llevada a mirar el Cuadro del Infierno, en el templo del Señor del Amor, edificado encima del antiguo Inti Huasi, donde Atahualpa solía tomar sus baños rituales.
Al mirar a estos jóvenes pienso que el país está cambiando, porque en tiempos de la partidocracia había prioridades personales que involucraban el bolsillo ajeno, por ser amable, e incluía llevarse nuestra historia en andas. Además, el tema educativo estaba anclado en el no futuro. Ya lo decía el maestro de Bolívar, Simón Rodríguez: “El niño saldrá de mi casa sabiendo lo que es razón o disparate, verdad o mentira, modestia o hipocresía... y leyendo con sentido, no a gritos, ni en tono de cigarrón. Lo demás él lo hará”.
Pienso que ese país que está cambiando no necesita de antiguos banqueros que caminen por las tiendas de los barrios, peor de los enviados de Dios que no reparten su propia harina, ni qué hablar de los pastores con discursos homofóbicos o de quienes ya olvidaron sus propios errores. Por eso, el muro que este día se pinta es también la historia de un país que siempre fue excluyente, donde los jóvenes contaban los días de la desesperanza y ahora quieren dejar de ser espectadores. “Dadme una pared y cambiaré el mundo”, decía un grafiti.