El suburbio de Guayaquil, con sus imponentes monigotes de años
viejos, muestra una parte del país: un inmenso Hulk que extiende la mano
para pedir caridad, en la 15 y Capitán Nájera, pero además enormes
estructuras de Perro gárgola, Papá Pitufo rapero, Capitán América, The
Muppets, Power Rangers, Caballeros del Zodiaco, Freddy Krueger y hasta
la torre Eiffel, teniendo en “París Chiquito”, o sea en Vinces, una que
evoca lo que no pudieron hacer los Gran Cacao, cuando eran los dueños
del mundo (el Teatro de la Ópera de Manaos es la contraparte de lo que
sí hicieron los Señores del Caucho).
En definitiva, un país que por un lado celebra el ciclo del
renacimiento, con la quema de los monigotes, pero que ha olvidado el
rito: alienado por esa máscara que somos los latinoamericanos, desde la
época colonial. Ni señas del significado del fuego y, supongo, que los
temas que nos atañen sufrirán de Alzheimer. Como si tuviéramos que
representar lo que miramos en la televisión en lugar de nuestros propios
personajes. Parece que nadie recuerda a los gigantes de Santa Elena,
relatados por Juan de Velasco, o el mismísimo Cantuña y los diablillos.
Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco
parisién, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España, escribía
en un poema José Martí. Sin embargo, al otro lado de las montañas -en la
próspera Atuntaqui- se desarrolla una festividad que tiene más de 80
años y es Patrimonio Cultural del Ecuador: Inocentes y Fin de Año, así
sin más.
Tiene un intrincado repertorio que va desde el denominado
Bando-bando, saludo a Papá (en referencia al Viejo que se quema),
comparsas, construcción de máscaras, carros alegóricos y alusiones a
personajes, que únicamente entienden los anteños. Sin embargo, el motivo
central de este año -a bastantes metros de altura- son unos monigotes
que representan a los borrachines muertos por el licor adulterado (51
fallecidos y 306 afectados).
Es que precisamente eso es parte del rito: reírnos de nuestras
desgracias. El año viejo, además, como antiquísima celebración de ciclos
agrarios en culturas desde los celtas a los valencianos, es el momento
de la renovación. Se quema el pasado para, de cierta manera, exorcizar
al futuro.
Guayaquil y Atuntaqui muestran esa disputa entre la cultura
introducida por los mass media y reinventada y la cultura popular,
tenazmente viva. Mas, en las pequeñas poblaciones del Ecuador profundo,
los niños y niñas aún acuden a los aserraderos para pedir material para
los viejos. Y, claro, hay viudas travestis y buñuelos…
Tomada de la edición impresa del Sábado 31 de Diciembre del 2011
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