sábado, 30 de noviembre de 2019

El invento “diabólico” del XIX, 2019/11/22


En el poema “Inventario”, Jorge Luis Borges se pregunta: “¿Qué podemos buscar en el altillo / sino lo que amontona el desorden?”. Después de sortear la hamaca paraguaya con borlas, deshilachadas; una piel gastada, que fue de tigre; un reloj detenido, con el péndulo roto; una llave que ha perdido su puerta; se encuentra con “una fotografía que puede ser de cualquiera”.

Al final acota: “Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento, / sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con ellas”. Al parecer, en este mundo de vértigo donde todos “capturamos” imágenes para el olvido, quedarán aquellas memorables producto de años de pasión por ese juego de la luz y la sombra que es el misterio de este invento del siglo XIX.

El libro Sobre la fotografía, de Walter Benjamin, habla de los orígenes. Así cuenta que un periódico chauvinista alemán, Der Leipziger Anzeiger, consideró oportuno enfrentar al “diabólico” invento francés: “Querer fijar fugaces reflejos no es solo una cosa imposible, tal como ha quedado probado después de una concienzuda investigación alemana, sino que el mero hecho de desearlo es de por sí una blasfemia. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina”.

En La mirada opulenta, de Román Gubern, tras pasar por la voracidad voyeur de quienes visitan tierras remotas o hablar de un cierto culto religioso con la imagen, retoma las palabras de Benjamin y dice: “El primer medio de reproducción de veras revolucionario”.

En el libro también llamado Sobre la fotografía, Susan Sontag da una clave: “La humanidad persiste irremediablemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad”. “Fotografiar es colocar la cabeza, el ojo y el corazón en un mismo eje”, dijo Hersson Piratoba. Al final, miramos una fotografía como si estuviéramos frente a una hoguera. (O)


Cuando Bolivia valía un Potosí, 2019/11/14


Para entender la situación de Bolivia hay que alejarse de las visiones tras la salida de Evo Morales: ángel o demonio. Hay que mirarla desde un pasado más lejano, antes de cuando se acuñó la frase “Vale un Potosí”, popularizada por Don Quijote (cuando hasta el teatro europeo llegaba a las minas de plata), pero también en los desgarramientos ante la pérdida del mar o las 34 lenguas originarias, que pocos conocen porque, de esas, 31 son vulnerables, pero también de las dictaduras y esperanzas.

En el libro Bolivia: tierra herida (Universidad Técnica del Norte, 2008), se advierte ya sobre la situación actual, a propósito en esa época de los aires separatistas. Jorge Majfud, en un artículo de ese año, se preguntaba sobre si en verdad existe un imaginario de una sola Bolivia, blanca y próspera.

Es la misma discusión que el continente ha tenido y aún no ha resuelto en torno a civilización y barbarie. Ahora sabemos que esos términos esconden exclusión, racismo, sistema patriarcal, influencia fundamentalista religiosa y un largo etcétera que termina en una disputa por el poder económico y, de manera especial, por los recursos en pocas manos.

“En Bolivia los indígenas fueron siempre una minoría. Minoría en los diarios, en las universidades, en la mayoría de los colegios católicos, en la imagen pública, en la política, en la TV. El detalle radicaba en que esa minoría era por lejos más de la mitad de la población invisible. Algo así como hoy se llama minoría a los hombres y mujeres de piel negra en el sur de EE.UU., allí donde suman más del 50%. Para no ver que la clase dirigente boliviana era la minoría étnica de una población democrática, se pretendía que un indígena, para serlo, debía llevar plumas en la cabeza y hablar el aymara del siglo XVI, antes de la contaminación de la Colonia”.

En estos días hay que volver a las lúcidas tesis históricas de Walter Benjamin: “El sujeto de la historia: los oprimidos, no la humanidad. El continuum es el de los opresores. Hacer saltar el presente fuera del continuum de tiempo histórico: tarea del historiador”. (O)



La ciudad del gallo de oro, 2019/11/07


Más allá de la nomenclatura, las vías de una ciudad tienen múltiples historias. Basta leer el prólogo del libro de Ítalo Calvino, para comprobar esa realidad: “En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer; el libro consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería servir de punto de partida de una reflexión válida para cualquier ciudad o para la ciudad en general”.

Una de las urbes más portentosas, reseñada en el texto, aparece: “Partiendo de allá y caminando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro, que canta todas las mañanas sobre una torre”.

Así, en cada calle los pasos de los siglos juegan jugarretas. En la capital del país, aún los personajes de otros siglos se confunden con el presente y también tiene un gallo en una iglesia. Aquí, una evocación de la calle Espejo, parte del libro Quito: las calles de su historia, editado por Trama, de quien suscribe:

“Eugenio de Santa Cruz y Espejo caminaba por esta senda, meditando sobre las ideas independentistas, con influjo de la Ilustración. Venía visitando enfermos del Hospital de la Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, donde investigó la viruela para combatirla o los beneficios de la quinina, mientras algunos le increpaban su ascendencia indígena de Cajamarca o el recuerdo de su madre, una mulata quiteña. Su apodo era Chusig que en quichua significa búho. Espejo iluminó a los próceres de la Real Audiencia con el periódico Primicias de la Cultura de Quito.

Cuando el doctor Espejo, de veinte años, pasaba por esta senda aún se llamaba calle del Chorro. Poco después de escribir su libro “La ciencia blancardina” se llamó calle del Cuartel. Fue una ironía porque allí fue encerrado el patriota más inminente del siglo XVIII. Murió a los 48 años poco después de ser liberado. El primer periodista del futuro Ecuador había encendido con sus palabras la antorcha de la Libertad”. (O)

https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/calle-espejo-quito


Gigantes en tierra de volcanes, 2019/10/31


En los mitos antiguos, la presencia de los gigantes es una constante. En los relatos bíblicos, por ejemplo, está el filisteo Goliat -que medía seis codos y un palmo (2,9 m)- o los Nefilim, que eran seres caídos e hijos de dioses. Están los 12 titanes, según la versión helena, liderados por Cronos, quien peleó con su padre Urano (Cielo), a instancia de su madre Gea (Tierra).

Se puede leer la epopeya sumeria del rey Gilgamesh, de siete metros de altura, donde se habla del Diluvio Universal, o recorrer las historias de Ulises y los enormes y malvados cíclopes, con un ojo en la frente. No hay que olvidar la venganza de Thor contra estos seres poderosos.

Para el caso de Ecuador se encuentra la leyenda, escrita por Juan de Velasco, sobre los gigantes de la península de Santa Elena, y otra, en los primeros tiempos, en los territorios de los caranquis, en Imbabura. Al igual que muchos otros descomunales seres, este sucumbe ante la soberbia. El mito del gigante y las lagunas fue investigado en primera instancia por Aníbal Buitrón, pero los abuelos caranquis -con diferentes versiones- aún lo cuentan de manera oral.

Los caranquis -señorío étnico que floreció del 1250 al 1550 de nuestra era y constructor de 5.000 tolas en la actual provincia de Imbabura- tienen, además, mitologías que hablan de las montañas porque la región está atravesada por dos cordilleras, a diferencia de los incas que tenían como deidad al sol.

Lo propio ocurre en el centro del país con las deidades de la Mama Tungurahua y el Taita Chimborazo. Los cerros son vistos como protectores y dadores de agua, de allí que las lagunas (cochas), vertientes (pogyos), cascadas (pacchas), ríos (hatun yacus), se conviertan también en elementos simbólicos.

Según refiere Marcelo Naranjo, los elementos naturales -en la cosmovisión norandina- no son puro paisaje estático, sino que, al igual que los humanos, toman decisiones para bien o para mal. El cerro Imbabura, entonces, pervive en la vida de la provincia con una presencia más que física; es el Taita, es viejo sabio y respetable, a quien enojan los mortales perezosos.