lunes, 28 de julio de 2014

La Caja Ronca



La Caja RoncaHabía una vez, hace mucho tiempo en San Juan Calle, en Ibarra, un chiquillo tan curioso que quería saber en qué sueñan los fantasmas. Sí, estimado lector: fantasmas, esos que atraviesan las paredes. Por eso escuchaba con atención la última novedad: unos aparecidos que merodeaban en las noches de Ibarra, sin que nadie supiera quiénes eran pero seguro no pertenecían a este mundo.
—¡Ay Jesús! —decía Carlos—, ojalá que no salgan justo la noche en que tengo que regar la chacra. Sin embargo, este muchacho de 11 años era tan preguntón que se enteró de que las almas en pena salían a medianoche para asustar hasta a quienes salían a cantar los serenos. Estos seres, según decían los mayores, penaban porque en su codicia dejaron enterrados fabulosos tesoros y hasta que alguien los encontrara no podían ir al cielo. Estos entierros estaban en pequeños baúles de maderas recias para que resistieran la humedad de las paredes.
En esas cajas, además, estaba guardada la avaricia. Carlos, fácil es suponer, se moría de ganas por conocer a esas almas en pena, aunque sea de lejos. Acudió a la casa de su mejor amigo, Juan José, para que lo acompañara al regadío en el Quiche Callejón, como se denominaba el lugar en aquella época del siglo XIX.
Ahora pertenece a las calles Colón y Maldonado, pero sólo imagínense cómo sería de tenebroso si no había luz eléctrica. El barrio, antiguamente, era conocido como San Felipe e incluso tenía una cruz, que servía para ocultar a las antiguas deidades de los nativos, en torno al agua. Sí, porque cerca del sitio se encontraba una quebrada.
—¡Qué estás loco! —dijo Juan José— y le recordó que él también estaba en el barrio cuando hablaron de la Caja Ronca, que era como habían denominado a esa procesión del mismísimo infierno. A él no le hacían gracia los fantasmas.
—No seas malito —le dijo Carlos—, de ojos vivaces, mientras argumentaba que esas eran puras mentiras para asustar a los niños. Evitó decirle que él mismo sentía pánico de aventurarse por la noche y peor con la certeza de dormir en una cabaña vieja de su propiedad.
Porfió tanto el jovenzuelo que el otro aceptó a regañadientes, con la condición de que después del regadío le brindara un hirviente jarro con agua de naranjo con dos arepas de maíz, de esas que se hacían en tiestos.
Más pudo la barriga que el miedo y así los dos chiquillos caminaron pocas cuadras hasta el barrio San Felipe, como se llamaba en la época, en medio de higueras prodigiosas y geranios perfumados.
Antes de oscurecer llegaron al descampado donde se apreciaba las plantaciones de hortalizas y en la mitad el árbol de higos, como si sus ramas fueran inmensos dedos retorcidos y su tronco pareciera una mano recia que saliera de las entrañas de la tierra. Los jóvenes comprobaron que los canales de agua estuvieran dispuestos. Después, prendieron una fogata y esperaron que el tiempo transcurriera, eso sí evitando hablar de la temible Caja Ronca.
Atraídos por la magia del fuego los amigos no tardaron en dormirse, mientras afuera un viento helado se escurrió muy cerca de los surcos, a esa hora pardos por los destellos de la luna. Mas, un ruido imperceptible pareció entrar por ese portón del Quiche Callejón.
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Los mozuelos se despertaron y el sonido se hizo cada vez más fuerte. Se levantaron. Antes de preguntarse si valía la pena acercarse al pórtico gastado ya estaban sus orejas tratando de localizar ese gran tambor que sonaba en medio de la noche. Entonces, a insistencia del indagador Carlos que no quería perderse ningún detalle, se acercaron a la hendidura y lo vieron todo:
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Las lenguas de fuego parecían acariciar a ese personaje y ya no había otra explicación: era algún diablo salido del infierno. Eso a juzgar por sus ojos resplandecientes como carbones encendidos y sus cuernos afilados, que eran golpeados por la luz que despedía la procesión funesta.
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Este Señor de las Tinieblas iba recio y parecía que de sus ojos emanaban las órdenes para sus fieles, que caminaban lentamente como arrepintiéndose. De su mano derecha sobresalían unas uñas afiladas que se confundían con su capa escarlata. Era como si estos conjurados del miedo anunciaran la llegada de días terribles.
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Los curiosos estaban adheridos al portón como si fueran estatuas. Y entonces la puerta crujió. A su lado se encontraba un penitente con una caperuza que ocultaba sus ojos. Les extendió dos enormes velas aún humeantes y se esfumó como había llegado. Los encapuchados formaban dos hileras y sus trajes rozaban el suelo, aunque parecían que flotaban. Una luz mortecina golpeaba esas manos que a los ojos de los chiquillos se mostraron huesudas y deshechas, que parecían fundirse con las enormes veladoras verdes. La enorme procesión recorría acompañada de dos personajes siniestros que tocaban un flautín junto a un gran tambor. Más atrás, un carromato envuelto en llamas finalizaba este espectral séquito.
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A Juan José le pareció que esa carroza contenía a la temible Caja Ronca, que no era otra cosa que algún baúl lleno de plata perdido en el tiempo y el espacio y que —desde otros laberintos— buscaba unas manos que lo liberaran de su antiguo dueño.
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Ni cuenta se dieron cuando se orinaron en los calzones, peor cuando se quedaron dormidos, ni aún en el momento en que sus pies temblorosos los llevaron hasta sus casas de paredes blancas. En San Juan Calle, las primeras beatas que salieron a misa de cuatro los encontraron echando espuma por la boca y aferrados a las velas fúnebres. Cuando fueron a favorecerles comprobaron que las veladoras se habían transformado en canillas de muerto.
Fue así como de boca en boca se propagaron estos sucesos y los chicos, entonces, fueron los invitados de las noches cuando se reunían a conversar de los prodigiosos sucesos de la Caja Ronca, para regocijo de las nuevas cofradías de curiosos, que aún se preguntaban en qué soñaban los fantasmas. A veces, sin embargo, había que recogerse antes de la media noche porque un tambor insistente se escuchaba a la distancia...

Juego de pelota en 1760



El convento de los agustinos de Riobamba era especial en su ornato y riqueza, debido a los grandes ingresos de esta orden religiosa que, curiosamente, había nacido como mendicante bajo el pontificado de Inocencio IV, en 1244. Olvidados de sus orígenes, poseían “un convento, aunque bajo muy bueno, y decente iglesia, con alta y delgada torre que domina una pequeña placeta. Es el convento más rico de todos, con fundación antigua de cátedras mayores, las cuales se leyeron pocos años, y sus fundos fueron transferidos a Quito, contra la mente del fundador”, según refería Juan de Velasco.
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El jesuita italiano Mario Cicala le dio la razón: “El convento más grande, majestuoso y rico es el de los agustinos, cuya comunidad es más numerosa que ninguna otra”. Y dio una explicación: “tiene riquísimas y muy grandes rentas, y su priorato siempre se confiere a sujetos de primera categoría y de más alta graduación”.
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Las rentas de los agustinos eran inmensas y esas riquezas se demostraban en el ornato de su templo. Habían contratado, en 1630, al pintor Mateo Mexía para la confección de doce lienzos destinados al retablo mayor.
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Pero para la época que hacemos referencia, mediados del siglo XVIII, la urbe había cambiado notablemente. La plaza de la Villa era el centro donde confluían actos políticos y religiosos. En ella se cruzaban las clases sociales que acudían a la plaza que se convertía en mercado o en tribunal, y muchas veces servía para las grandes celebraciones, por el patrono San Pedro.
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Eso molestaba al procurador general del convento de San Agustín, aunque se ha perdido su nombre. Y más aún algo que no lo dejaba dormir: odiaba sinceramente los juegos populares que se habían tomado las calles circundantes de la Plaza Mayor.
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Los jugadores eran mozuelos que pateaban pelotas, acaso hechas de vejigas de res o de trapo, y era tal el espectáculo que muchas personas se quedaban prendadas por este juego que se prolongaba en una algarabía sin fin.
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El procurador agustino montó en cólera. Hizo un reclamo al propio Cabildo y el proceso instaurado dice así: “Gran número de mozos de malas costumbres ha entablado un juego de pelota con desmedro de la espiritualidad de mi convento, pues impiden la calle con el juego de la pelota donde se aglomera mucha gente e impide el paso a la iglesia del convento: así no dejan celebrar la misa... además las pelotas caen en las cercas del convento y destruyen los portillos, todo en descrédito de dicho convento…”
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Al parecer, el Cabildo no amonestó con severidad a estos muchachos precursores del fútbol, allá en el siglo XVIII, porque estaba ocupado en otras diversiones. Cerca de la Plaza Mayor, “donde deambulaban los cerdos libremente, escudriñando la gran cantidad de basura”, habían proliferado las casas de juego donde acudían “los sujetos nobles como plebeyos”. El Cabildo, para no quedarse atrás, había arrendado un cuarto para dedicarse también al lucrativo negocio del naipe, mientras los muchachos armaban memorables partidos de pelota, antes de que los ingleses inventaran las reglas del fútbol.

domingo, 20 de julio de 2014

Carnes coloradas de Cotacachi



Ocho largos días de camino necesitaba Rafael Unda Proaño para llegar y volver de Íntag, zona occidental del cantón Cotacachi, en el primer cuarto del siglo XX. Este bosque húmedo tropical parecía recién creado por los dioses, porque los hombres y mujeres que migraron, llevados por una promesa de prosperidad, tuvieron al inicio que llagarse las manos para desbrozar el monte. Plantaron cañaverales y, con el tiempo, improvisaron rústicos trapiches. Unda adquiría las panelas envueltas en hojas para dejarlas en consignación en Otavalo.

Mientras este arriero retornaba a su tierra de Cotacachi era arrullado por miles de pájaros, que se escondían entre la floresta. En medio de riachuelos existía el temor a los árboles de caracho, tan malignos que laceraban hasta con su sombra, pero había también orquídeas que crecían entre enormes helechos perdidos en la niebla. Unda tenía dos pensamientos: abrazar a su mujer y, además, sentarse a la mesa con un potaje que era un milagro: unas carnes rojas ahumadas con anterioridad, hechas cecinas y puestas al carbón, acompañadas con las mismas yucas que él traía y el aromático café, plantado por los colonos de la ceja de montaña.

Esta creación de Esther Moreno de Unda para su marido, aunque en esa época no lo sabía, pasó a llamarse ‘carnes coloradas de Cotacachi’. Eso sí lo supieron los clientes, quienes, años después, seducidos por este prodigio, llegaban hasta la pequeña fonda donde doña Esther, como ya le llamaban, servía este platillo junto con la chicha de jora, que es parte de un largo proceso de fermentación que inicia cuando se tapa al maíz amarillo con hojas de higuerilla.

Sin embargo, había una niña que -como si se tratara del personaje de Tita en el libro Como agua para chocolate, de Laura Esquivel- miraba todo lo concerniente a la preparación de las carnes coloradas y quería conocer sus íntimos secretos, celosamente guardados por su madre. Era Laura, una pequeña de ojos vivaces, semblante sereno y manos que se habían adaptado al repulgado de las empanadas.

Porque su heredera, Laura Unda Moreno, junto a su hija, Cinthya González, siguen la tradición. Fueron largos años frente a los fogones de leña preservando una identidad de saberes, desde el achiote (Bixa orellana), presente desde la época prehispánica y que también sirve para que los tsáchilas pinten sus cabelleras, al cerdo, traído por los españoles, hasta la salsa de queso; sin olvidar la chicha de jora, el legado de los caranquis, los ‘Señores del Maíz’, antes de que llegaran los incas.

¿Cuál es la receta? Está hecha a base de ‘ajos y carajos’ y tres pastillas de no me olvides, porque acá el que no cae resbala, dice Doña Laura, mientras sonríe a sus 71 años, porque sabe que también están sus aportes. De manera especial, haber enlazado el turismo de Cotacachi hasta convertirlo en una simbiosis de primero visitar los almacenes de artículos de cuero y después acudir hasta esa delicia que su madre preparaba al marido, quien llegaba tras ocho días de penurias en camino de mulas.


domingo, 6 de julio de 2014

Demonios y mandingas



En la época colonial, un cura de Ibarra se quejaba de las prácticas demoníacas de los negros. Llegaron traídos como esclavos por los jesuitas que, como refiere Federico González Suárez, traficaban hasta trago. Los 1.760 esclavos trabajaban en los trapiches y eran parte de las 131 haciendas que los clérigos tenían antes de su expulsión a finales del siglo XVIII.
Los mandingas estaban en la mira. No eran otros que los brujos negros que continuaban sus prácticas ancestrales traídas de África, especialmente con el sacrificio de chivos. Sus ritos no tenían nada de satánicos, porque sus deidades no se parecían en nada a esos diablos con cola y olor a azufre, que llegaron subidos en las carabelas. Las prácticas de los brujos causaban estragos en los vientres que se hinchaban, como en el capataz de Cuajará. “Cosas del demonio contra la buena fe”, escribía el cura Urrantia, mientras enviaba esas palabras de denuncia que iban entre las otras misivas que hablaban de los milagros de la Virgen de la Caridad.
Los diablos y sus mandingas eran una suerte de energías. Y, claro, había que esconderlos porque los curas doctrineros andaban sueltos destruyendo también los ídolos de los indígenas, en lo que se llamó la extirpación de idolatrías (uno de los capítulos más vergonzantes de la humanidad). Para entender esto, para el mundo católico, es como si, tras una invasión de una fuerza enemiga, los conquistadores cercenaran a la Virgen del Quinche.
Sin embargo, a lo largo del Caribe y en América Latina, donde fueron traídos con cadenas de África, sus dioses sobrevivieron. Eduardo Galeano lo explica:
“Oxalá, a la vez hombre y mujer, se disfrazará de San Jerónimo y Santa Bárbara. Obatalá será Jesucristo; y Oshún, espíritu de la sensualidad y las aguas frescas, se convertirá en la Virgen de La Candelaria, La Concepción, La Caridad o los Placeres... Por detrás de San Jorge, San Antonio o San Miguel, asomarán los hierros de Ogum, dios de la guerra; y dentro de San Lázaro cantará Babalú. Los truenos y los fuegos del temible Shangó transfigurarán a San Juan Bautista y a Santa Bárbara. En otras tierras, los dioses tendrán dos caras, la Vida y la Muerte, y hasta dos cabezas, Dios y el Diablo, para ofrecer a sus fieles consuelo y venganza...”.
Pero también sus mitos se escondían en los instrumentos, como la bomba. Para los africanos, los tambores crearon el mundo y sus cuatro elementos: la piel mojada, corresponde al agua; puesta a secar, el fuego; su caja hecha de madera, la tierra; y cuando se escucha el tronar de los tambores es cuando llega el aire.