Una llovizna insistente caía sobre los tejados y sobre
el ángel de piedra del parque, que perdió un ala con el tiempo. La noche no
parecía áspera hasta que unos gritos desde la calle despertaron al escultor
Alcides Montesdeoca, en San Antonio de Ibarra, en la década de los tumultuosos
sesenta, del siglo pasado. Entreabrió la ventana. Afuera, un hombre de sotana
clamaba ser oído.
El artista pensó en un robo, pero ante la insistencia
abrió la puerta. El párroco tenía un rostro desencajado y la lluvia en su
cabellera alborotada lo tornaba más deprimente. A lo lejos, el sonido de las
campanas parecía ir más allá de los callejones, incrustados en las faldas del
monte Imbabura. Un relámpago se escuchó a la distancia…
—Los indios casi me matan a pedradas, alcanzó al
balbucear el clérigo. Después, más tranquilo, relató que venía del sector de Cajabamba,
en Chimborazo. En una malhadada procesión, el santo de palo, San Antonio, aquel
que batalló contra las tentaciones, había sufrido un accidente consistente en
un brazo averiado y el rostro casi irreconocible.
—Tiene que salvarlo, le dijo el cura, con una voz
suplicante pero impositiva.
Ante la insistencia de la obra pía, el maestro no tuvo
más remedio que embarcarse, con lo más elemental de sus herramientas, hacia la
profundidad de la noche. Cuando llegó a la Sierra Central, los indígenas le
prodigaron con gallinas, huevos, manzanas, como si fuera la fiesta de la
Entrada de Rama, para asombro de los seminaristas de Quilmer. Montesdeoca
revisó el daño y, aunque no les dijo, comprobó que el santo estaba hecho de
humilde palo de balsa.
Acostumbrado al tallado en finas maderas de nogal y
cedro, supo que habían engañado a los indios como si se tratara de un relato
más de esa denuncia que es el libro Huasipungo, de Jorge Icaza, donde aparece
la tríada opresora: el patrón, el teniente político y taita cura. Cuando
terminó la labor, el santo quedó mejor que antes, merced al policromado y una
que otra madera fina. De pronto, un indígena de poncho rojo se hincó ante el
maestro y le besó la mano, como símbolo de agradecimiento.
Después, entre todos, sacaron al imaginero en hombros,
como si él mismo fuera otro santo milagrero, ante la mirada atenta del cura,
quien pudo respirar tranquilo pensado, acaso, en las futuras misas. Esta es una
de las historias que relata Montesdeoca, de sonrisa amable, mientras mira de reojo
a una virgen de guedejas rojizas y de ojos tristes.
San Antonio debe sus tallados en madera a una tragedia.
Tras el terremoto de Ibarra, de 1868, las imágenes religiosas de las iglesias
también se destruyeron. Tras unos años, el discípulo de la Escuela Quiteña,
Javier Miranda encontró al hábil y joven pastor Daniel Reyes y lo llevó a Quito
para que aprendiera el oficio donde el maestro Domingo Carrillo. Fue esa
generación, que incluye a los antepasados de Montesdeoca, quienes iniciaron el
trato con el arte.
Las caras de sus santos y de sus vírgenes, a diferencia
del canon colonial inspirado en rostros italianos, están basados en la gente
común, que este artista observa con detenimiento.
Su imagen preferida es Nuestra Señora de Coromoto, en
el pueblo venezolano de Guanare, que recuerda la “conversión” del cacique
Coromoto quien, tras ser mordido por una serpiente y perseguido por la selva en
el siglo XVI, pasó a llamarse Ángel Custodio, colaborando en el bautizo y
opresión de los suyos. De las esculturas coloniales es indudable su aprecio por
las obras de Caspicara, de los crucifijos excelsos, o Bernardo de Legarda,
quien puso alas a la virgen.
Su obra está tan extendida en el país que podríamos
hacer una cartografía de cada uno de los pueblos donde admiran su delicado
oficio. En el exterior, tiene predilección por las andas de Semana Santa que
hizo para la devota Popayán, llamada también Ciudad Blanca, como Arequipa, en
Perú.
Cree que la religión es la conciencia de uno mismo y
que no hay mejor momento para encontrar la soledad que frente al paisaje del
Taita Imbabura. Nació en 1930, se casó con Margarita Villarruel y tiene 5
hijos, aunque lamenta la pérdida de Carlos. Debe ser por eso que aprecia La
Piedad, la obra de Miguel Ángel Buonarroti, quien pintó la Capilla Sixtina con
cuerpos desnudos, tapados después por un pudoroso papa.
Sus medallas y condecoraciones, como todo hombre
sencillo, están regadas por su taller. Este artista incansable parece seguir
los preceptos de los griegos que pensaron que la belleza era la justa medida
entre la proporción y la armonía.
A veces, piensa en sus imágenes que también hacen
milagros. Mientras devasta, con una gubia, la madera del rostro de un Jesús
resucitado, una Virgen morena, de ojos inquietos, parece sonreír levemente. (I)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/regional-norte/1/don-alcides-montesdeoca-el-antiguo-creador-de-imagenes-de-san-antonio
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