Ocho largos días de camino necesitaba Rafael Unda Proaño para llegar y volver de Íntag, zona occidental del cantón Cotacachi, en el primer cuarto del siglo XX. Este bosque húmedo tropical, parecía recién creado por los dioses, porque los hombres y mujeres que migraron, llevados por una promesa de prosperidad, tuvieron al inicio que llagarse las manos para desbrozar el monte. Plantaron cañaverales y, con el tiempo, improvisaron rústicos trapiches. Unda adquiría las panelas envueltas en hojas para dejarlas en consignación en Otavalo.
Mientras este arriero retornaba a
su tierra de Cotacachi era arrullado por miles de pájaros, que se escondían
entre la floresta. En medio de riachuelos, existía el temor a los árboles de
caracho, tan malignos que laceraban hasta con su sombra, pero habían también
orquídeas que crecían entre enormes helechos perdidos en la niebla.
Unda tenía dos pensamientos:
abrazar a su mujer y, además, sentarse a la mesa con un potaje que era un
milagro: unas carnes rojas ahumadas con anterioridad, hechas cecinas, y puestas
al carbón, acompañadas con las mismas yucas que él traía y el aromático café,
plantado por los colonos de la ceja de montaña.
Esta creación de Esther Moreno de
Unda para su marido, aunque en esa época no lo sabía, pasó a llamarse “Carnes
coloradas de Cotacachi”. Eso sí lo supieron los clientes quienes, años después,
seducidos por este prodigio llegaban hasta la pequeña fonda que Doña Esther,
como ya la llamaban, servía este platillo junto con la chicha de jora, que es
parte de un largo proceso de fermentación que inicia cuando se tapa al maíz
amarillo con hojas de higuerilla.
Atrás quedó el tiempo en que Don
Rafael iba a Íntag porque ahora estaba más ocupado en llenar los pondos de
chicha de jora, atender a los clientes e incluso, en la época de fiestas,
anunciar a los músicos populares quienes, con sus guitarras y requintos,
acudían hasta el lugar, que se había convertido en un sitio ineludible para
todos quienes llegaban a esta población.
Santa Ana de Cotacachi sufrió la
devastación del terremoto de 1868 y por eso tenía la leyenda del Cuy de Oro,
cuando Antonio Cushcagua se hizo amigo del animalillo y evitó que el pueblo
fuera levantado en otro sitio.
Curiosamente, Cotacachi inició su
prosperidad durante la Segunda Guerra Mundial. Ocurrió que los aliados, quienes
no podían acceder a los talleres de Europa central por la ocupación nazi,
pusieron sus ojos en otras latitudes. Fue así que Cotacachi, donde se
realizaban actividades del cuero al igual que Ambato, fue elegida como centro
para elaborar las miles de miles de cartucheras que los soldados del frente
necesitaban para colocar las balas que, al fin y al cabo, terminarían con la
osadía de Adolf Hitler.
Cotacachi estaba en el auge de
productos del cuero y la familia Unda Moreno ya tenía cinco hijos. Sin embargo,
había una niña que –como si se tratara del personaje de Tita en el libro Como
agua para chocolate, de Laura Esquivel- miraba todo lo concerniente con la
preparación de las carnes coloradas y quería conocer sus íntimos secretos,
celosamente guardados por su madre. Era Laura, una pequeña de ojos vivaces,
semblante sereno y manos que se habían adaptado al repulgado de las empanadas.
Pero esas manos también bordaban y
cosían los trajes relucientes de sus muñecas que, en esa época, no tenían
nombre. No fue mucho tiempo que dejó esos juegos infantiles cuando, a los 13
años, su padre falleció, pasando –casi como olvidándose de que aún era niña- al
trato con las ollas y bateas, donde reposaba la carne de cerdo, para después ir
a las enormes pailas de bronce, algunas de 73 centímetros.
Por este motivo, debido a sus
responsabilidades con su hogar, tuvo que abandonar los estudios en el colegio
Luis Ulpiano de la Torre y, casi sin saberlo, su carácter se hizo fuerte,
aunque escondía una generosidad sin límites. Pero ella también fue flechada por
el espíritu travieso de Cupido, cuando tenía 23 años y sonaban insistentes los
acordes de la agrupación Rumba Habana.
Un día, mientras se encontraba en
un paseo por la laguna de Cuicocha, conoció a un hombre a quien solicitó –un
momento- le permitiera mirarse en un espejo del auto. Cupido lanzó sus flechas.
Al poco tiempo se casaron pero, como si los dioses pusieran tragedias a los mortales,
su marido Carlos Virgilio González falleció en un accidente automovilístico,
dejando a esta muchacha de ocho meses de embarazo y con las ilusiones rotas de
los amores irrepetibles.
La niña que nació, sin embargo,
otra vez movería su mundo: le puso de nombre Cinthia, y ella seguiría el legado
de sus mayores. Son mujeres luchadoras que guardan la memoria de la tradición,
porque en la gastronomía también vive un pueblo. Por eso nos recuerdan al poema
Información Confidencial de Gabriela Sotomayor: Siempre dejo la escoba / en un
lugar visible / para que cada vez que la vea / recuerde / que puedo volar.
Fueron largos años frente a las
fogones de leña preservando una identidad de saberes, entre el achiote (bixa
orellana), presente desde la época prehispánica y que también sirve para que
los tsáchilas pinten sus cabelleras, al cerdo, traído por los españoles, hasta
la salsa de queso, sin olvidar la chicha de jora, el legado de los caranquis,
los Señores del Maíz.
¿Cuál es la receta? Está hecha
sobre la base de “ajos y carajos” y tres pastillas de “no me olvides”, porque
acá el que no cae resbala, dice Doña Laura, mientras sonríe a sus 71 años,
porque sabe que también están sus aportes.
De manera especial, haber enlazado
el turismo de Cotacachi hasta convertirlo en una simbiosis de primero visitar
los almacenes de artículos de cuero y después acudir hasta esa delicia que su
madre preparaba al marido quien llegaba tras ocho días de penurias, en camino
de mulas.
¿Podemos visitar el lugar donde se
hacen las carnes coloradas? Pregunta el cronista. Su eterna empleada, Tránsito,
con camisa bordada, dice que es la primera ocasión que un desconocido irrumpe
en la tierra de la lumbre. Nos relata que Doña Laura comparte su ventura con
sus empleados de toda la vida. Ese parece ser el secreto.
De pronto, una escena surge: hay
dos fogones con enormes pailas, donde la carne bulle con fuego de leña de
eucalipto; atrás, dos bateas donde parece macerarse, si se puede utilizar el
término, esta delicia que en quichua se llama puca-aicha; en una suerte de
artesa reposan los plátanos, que se convertirán en el condumio de las
empanadas, fritas en una cocina de hierro elaborado por Mecánica Aguirre, de
Otavalo, la misma que está conectada a un ducto para el agua caliente.
Mientras, con una paleta enorme de madera se mueven las carnes coloradas, el
cronista no atina a preguntar nada más subyugado por el aroma de la estancia.
Después de todo, cuando termina la
Fiesta de la Jora aún es posible degustar esta delicia, porque guarda el mismo
aroma del día en que una esposa esperaba a su compañero quien llegaba
atravesando la niebla de Íntag. (I)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/regional-norte/1/en-la-memoria-de-los-imbaburenos-perdura-el-sabor-de-las-carnes-coloradas
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