Durante milenos, un pueblo al norte del actual Ecuador, en la provincia lacustre de Imbabura, armonizó su cultura con su deslumbrante geografía. Sus dioses eran los montes tutelares Taita Imbabura y Mama Cotacachi, y sus deidades en torno al agua la formaban sus múltiples cochas (lagunas), pogyos (vertientes), hatun yaku (ríos), paqchas (cascadas), a quienes reverenciaban, en tiempo de las cosechas del maíz, con la bebida de la chicha.
Los Caranquis, quienes florecieron del 1250 al 1550 de Nuestra Era, construyeron alrededor de 5.000 tolas y practicaron la reciprocidad a lo largo de sus límites que abarcaban desde el valle del Chota hasta Guayllabamba, además de que fortalecieron sus alianzas con otros pueblos como los quitus, pastos, manteños o los pueblos amazónicos.
Santiago Ontaneda Luciano lo dice: “La particularidad del País Caranqui —y de la serranía ecuatoriana, en general— está vinculada a un fenómeno conocido como microverticalidad, que consiste en la sucesión próxima y continua de distintos pisos ecológicos, cada uno caracterizado por un sistema de producción propio”.
Esta obra es un compendio de destacados estudios en torno al señorío étnico de los Caranquis, en un momento de una fuerte incanización (que, por lo demás, únicamente tuvo una presencia de 13 años en la región norte durante su expansión) que incluye celebraciones como el llamado Inti Raymi que acá, durante el solsticio, no tiene un sentido militar sino comunitario. En los Caranquis está, gracias a su profundo conocimiento del territorio y el intercambio alcanzado entre diversos pueblos, la brújula para entender nuestro futuro.
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