En la cultura antigua los montes eran considerados deidades protectoras.
Quito tiene su ícono: El Panecillo, que trae su nombre porque “es semejante a
un pan de azúcar”. Precisamente de este encantador cerro -ahora con una virgen
alada- el historiador Javier Gomezjurado Zevallos entrega a la memoria del país
su nuevo libro El Panecillo y su historia.
Inicia con un tema que alude a este lugar sagrado de los Quitu-Cara en
la letra del inolvidable Luis Alberto Valencia: “Qué será cuando yo me vaya de
aquí / y en dónde lloraré mi pena, / Panecillo de mi recuerdo ayayay… / tan
lejos quién me ha de consolar”. Esa es una de las entradas, porque -como si se
tratara de la Puerta de Alcalá, que mira pasar la historia- El Panecillo nos
remite al tiempo en que era conocido como Yavirac, pero también al momento en
que los jesuitas buscaron la espiritualidad de los retiros, en una época donde
sus barrios se poblaron de mestizos e indígenas, el tiempo en que sirvió de
fortificación en las luchas independentistas, los sembradíos de trigo y frutas,
los mitos que hablaban de túneles subterráneos, cuando en 1891 se construyó la
‘casa del cañón’ porque mediante un cañonazo se anunciaba la hora meridiana, el
crecimiento de una urbe cual sierpe enigmática, una polémica virgen que terminó
agradando a todos, hasta convertirse en el perfecto mirador para divisar una
parte deslumbrante del Quito colonial.
El libro, de una investigación rigurosa, nos devela por épocas los
sucesos de este lugar, acaso el referente de la ciudad de las campanas. Se
agradece la contextualización de cada uno de los capítulos porque permite tener
una panorámica -en este caso, valga la redundancia, de su historia. Así, se
cuenta que, durante lo que se llamó la extirpación de idolatrías, este templo
del Sol, para el caso incásico, fue hurgado tras los prometidos tesoros y al no
encontrarlos se colocó una cruz, una de las prácticas comunes para ocultar las
antiguas pacarinas, es decir las huacas de los ancestros.
Un aporte significativo de esta obra son las bien cuidadas ilustraciones,
recogidas en el tiempo, como aquel plano de Quito de 1734, de Dionisio Alcedo y
Herrera, la reproducción de un curioso cuadro del siglo XIX, cuando el 25 de
noviembre de 1809 entraban las tropas realistas, o la imagen bucólica de Ernest
Charton de Treville de 1860. Y claro, esa mirada del país indolente, propio de
los viajeros del XIX, que no dejó indemne a Friedrich Hassaurek -quien siempre
encontraba pulgas por doquier- al relatar la impresión que le causó la ciudad:
“Vista desde la distancia o desde una de las colinas circundantes, Quito se
parece a uno de los pueblos encantados de las mil y una noches, tan
admirablemente descritos por la ingeniosa Scheherazade”.
Gomezjurado, por suerte, además de historiador prolijo, tiene esa veta
tan cara a Jenofonte: la curiosidad de las cosas sencillas, que en definitiva
son las que ponen sazón a un trabajo de este tipo. A veces la historia nos
remite a la épica severa, esta historia que hace guiños a la crónica nos
envuelve a El Panecillo también en una estética como el velo de niebla de su
virgen bailarina. (O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/quito-visto-desde-el-panecillo
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