En estos días, en estos aciagos días, las redes están inundadas de
improperios. Cuando eso sucede, nada mejor que volver a las palabras antiguas,
escritas desde las diversas visiones, para buscar algo de aliento. Y esto,
porque algunos parecen haberse convertido en notarios de la desesperanza.
Mas, como se sabe, a lo largo de la historia han existido prodigios de
sabiduría. Fue proverbial Salomón. Su historia es harto conocida. Dos mujeres
comparecieron ante el rey Salomón con dos bebés, uno muerto y otro vivo. Ambas
afirmaban que el niño vivo les pertenecía, y decían que el muerto era de la
otra. Así inicia uno de los relatos más admirables de este rey sabio, que al
final -después de proponer partir al niño- la madre verdadera está dispuesta a
entregarlo a la otra, lo que prueba su desprendimiento.
Aquí alguno de sus proverbios: “Mejor es un mendrugo de pan a secas,
pero con tranquilidad, que casa llena de sacrificios de discordia”. Otra de sus
sentencias fue: “El malo está atento a los labios inicuos, el mentiroso presta
oído a la lengua perversa”, además nos dejó estas palabras que -como toda cosa
dicha por los antiguos- perdura en estos días: “Quien se burla de un pobre,
ultraja a su Hacedor, quien se ríe de la desgracia no quedará impune”.
Bien se sabe que los humanos que acumulan objetos no siempre acumulan
sabiduría. Así se deduce de este mundo donde tener es mejor que saber, donde la
ostentación es el fetiche de una sociedad que premia a quienes considera
prósperos, por el hecho de tener dinero. Y ese es un tema recurrente desde
aquel famoso poema de Quevedo llamado ‘Poderoso caballero es don Dinero’.
Porque se requiere, al parecer, de sensatez para distinguir la paja del trigo.
De allí que Amiel decía: “La sabiduría consiste en juzgar el buen
sentido y la locura, y en prestarse a la ilusión universal sin dejarse engañar
por ella”. “La sabiduría es un adorno en la prosperidad y un refugio en la
adversidad”, era una de las frases de Aristóteles, quien, por cierto, también
es uno de los pilares de lo que es Occidente.
Un personaje singular fue Diógenes. Despreciaba el poder y, cuenta la
leyenda, vivía en un simple tonel. “La sabiduría sirve de freno a la juventud,
de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de ornato a los ricos”,
decía este hombre que llevaba una linterna en pleno día. Cuando le preguntaban
qué buscaba, respondía simplemente: “Busco la verdad”.
“Pensar y obrar, obrar y pensar es la suma de toda sabiduría”, dijo
Goethe, quien antes de morir -casi gritando- pronunció la palabra luz, acaso
refiriéndose a la necesidad que tenía ese momento el mundo de encontrar algo de
iluminación.
Para Milton, en cambio: “La principal sabiduría no es el profundo
conocimiento de las cosas remotas, desusadas, obscuras y sutiles, sino el de
aquellas que en la vida cotidiana están ante nuestros ojos”, que nos evoca lo
que en el siglo III antes de Nuestra Era dijo el filósofo chino Mencio cuando
nos recordó que dejamos de ser algo humanos el día en que perdemos el asombro
de los niños. “Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan
ya haberla encontrado”, fue la sentencia de Napoleón. (O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/los-seguidores-de-salomon
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