En estos días se presentó la
campaña del Ministerio de Turismo para conocer primero el país. Como se sabe,
el turismo es una invención posterior a la primera industrialización europea.
Es un fenómeno reciente. Nadie recuerda, por ejemplo, decir a los abuelos que
se iban una semana a la playa, a lo sumo acudía a una romería a Las Lajas y los
más avezados se iban a Baños de Agua Santa.
Aún recuerdo, siendo niño, la
aventura de un viaje al Oriente, como decíamos a la Amazonía. Primero llegar a
Ambato y, acto seguido, acudir a mirar los ex votos -esos magníficos cuadros
populares de agradecimiento- de la iglesia de la Virgen de Agua Santa. Allí se
encontraban los inmensos óleos donde se mostraba la donación de tal devoto por
el milagro de la salvación. No era un rescate del alma, sino que se trataba de
un pobre feligrés que se salvó de caer al barranco por la temible vía hacia
Puyo. Justo la misma que teníamos que cruzar con rosario en mano. Estoy
hablando de finales de la década del 70, del anterior siglo. Obviamente, casi
no había hoteles y en Tena, después de perdernos en las cuevas de Archidona,
los parientes tuvieron que rentar un departamento por dos días y comprar
colchones para alojarnos.
Mi padre, amante de las montañas,
y el tío Rómulo, los dos ahora por otras alturas, eran los que ideaban esos
viajes de locura por un país que nadie conocía. Recuerdo contemplar el
Chimborazo y asociarlo con el poema ‘Catedral Salvaje’, de César Dávila
Andrade: ¡Sibambe, con sus hoces de azufre, cortando antorchas en la altura! Lo
más maravilloso de esos viajes era precisamente descubrir a ese Ecuador
profundo.
Más joven, recuerdo haber
navegado en una precaria balsa por el río Cayapas. Un instante memorable. El
canoero, un hombre fornido y alegre, llevaba a la embarcación hasta casi la
ribera para gritar a voz en cuello: “¡Primo!”. De los platanales salía otro
hombre para responderle en el sonoro lenguaje esmeraldeño: “¡Familia!”. Iba a
conocer a Papá Roncón, pero me desvié del camino.
Otro viaje fue hacia
Loja: montañas azules y pueblos increíbles como Vilcabamba, donde recién habían
llegado los gringos. Sin plata en los bolsillos, terminé de guía subido a un
caballo dócil. Y, claro, después conocer la mejor playa manabita: Los Frailes o
contemplar los delfines entrando en el mar, cerca de Isabela. Y allí, en una de
las islas, mirar de frente a la tortuga ‘George’, que debió ser niño cuando
Darwin pasó por las ‘Encantadas’. Después volver a mi tierra: escuchar
los prodigiosos violines de Peguche, los sanjuanes frente a la laguna de
Yahuarcocha, donde los caranquis levantaron sus tolas. Más al norte, en el
Valle, oír en la propia voz de Milton Tadeo cantar: Te dejo mi corazón Carpuela
linda. En el Carchi, la amabilidad de su gente y los cachos pastusos dichos por
los propios pastusos de San Gabriel. Como notará el lector, el país siempre es
altamente recomendable para visitarlo, aunque con carreteras menos azarosas.
Es curioso, hay gente
que conoce Miami, pero no Misahuallí, donde los monos juegan en el parque y el
río llama a los pájaros de colores, mejor que en Centroamérica.
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