sábado, 9 de mayo de 2015

Turismo: hacia el país profundo



En estos días se presentó la campaña del Ministerio de Turismo para conocer primero el país. Como se sabe, el turismo es una invención posterior a la primera industrialización europea. Es un fenómeno reciente. Nadie recuerda, por ejemplo, decir a los abuelos que se iban una semana a la playa, a lo sumo acudía a una romería a Las Lajas y los más avezados se iban a Baños de Agua Santa.

Aún recuerdo, siendo niño, la aventura de un viaje al Oriente, como decíamos a la Amazonía. Primero llegar a Ambato y, acto seguido, acudir a mirar los ex votos -esos magníficos cuadros populares de agradecimiento- de la iglesia de la Virgen de Agua Santa. Allí se encontraban los inmensos óleos donde se mostraba la donación de tal devoto por el milagro de la salvación. No era un rescate del alma, sino que se trataba de un pobre feligrés que se salvó de caer al barranco por la temible vía hacia Puyo. Justo la misma que teníamos que cruzar con rosario en mano. Estoy hablando de finales de la década del 70, del anterior siglo. Obviamente, casi no había hoteles y en Tena, después de perdernos en las cuevas de Archidona, los parientes tuvieron que rentar un departamento por dos días y comprar colchones para alojarnos.

Mi padre, amante de las montañas, y el tío Rómulo, los dos ahora por otras alturas, eran los que ideaban esos viajes de locura por un país que nadie conocía. Recuerdo contemplar el Chimborazo y asociarlo con el poema ‘Catedral Salvaje’, de César Dávila Andrade: ¡Sibambe, con sus hoces de azufre, cortando antorchas en la altura! Lo más maravilloso de esos viajes era precisamente descubrir a ese Ecuador profundo.

Más joven, recuerdo haber navegado en una precaria balsa por el río Cayapas. Un instante memorable. El canoero, un hombre fornido y alegre, llevaba a la embarcación hasta casi la ribera para gritar a voz en cuello: “¡Primo!”. De los platanales salía otro hombre para responderle en el sonoro lenguaje esmeraldeño: “¡Familia!”. Iba a conocer a Papá Roncón, pero me desvié del camino.

Otro viaje fue hacia Loja: montañas azules y pueblos increíbles como Vilcabamba, donde recién habían llegado los gringos. Sin plata en los bolsillos, terminé de guía subido a un caballo dócil. Y, claro, después conocer la mejor playa manabita: Los Frailes o contemplar los delfines entrando en el mar, cerca de Isabela. Y allí, en una de las islas, mirar de frente a la tortuga ‘George’, que debió ser niño cuando Darwin pasó por las ‘Encantadas’.  Después volver a mi tierra: escuchar los prodigiosos violines de Peguche, los sanjuanes frente a la laguna de Yahuarcocha, donde los caranquis levantaron sus tolas. Más al norte, en el Valle, oír en la propia voz de Milton Tadeo cantar: Te dejo mi corazón Carpuela linda. En el Carchi, la amabilidad de su gente y los cachos pastusos dichos por los propios pastusos de San Gabriel. Como notará el lector, el país siempre es altamente recomendable para visitarlo, aunque con carreteras menos azarosas.

Es curioso, hay gente que conoce Miami, pero no Misahuallí, donde los monos juegan en el parque y el río llama a los pájaros de colores, mejor que en Centroamérica. 


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