En el siglo III, antes de Nuestra
Era, el filósofo chino Meng Tse -conocido en Occidente como Mencio- nos dejó
una frase: “Dejamos de ser un poco seres humanos el día en que perdemos el
asombro de los niños”. El hombre que caminaba por el mar y que hablaba de los
bienaventurados creía que eran los niños los que podían ingresar directamente
al Paraíso. “Dejad que los niños vengan a mí”, señaló Jesús, aquel que no dejó
nada escrito sino que habló en parábolas (dicen que una ocasión escribió algo
en la arena, pero se ha perdido).
Más de dos mil años después el
pintor más influyente del siglo XX, Pablo Picasso, afirmó: “En aprender a
pintar como los pintores del Renacimiento tardé unos años; pintar como los
niños me llevó toda la vida”, y en este sentido también comentó: “Todos los
niños nacen artistas. El problema es cómo seguir siendo artistas al crecer”.
El poeta Pablo Neruda, aquel que
coleccionaba caracolas, dijo: “El niño que no juega no es niño, pero el hombre
que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha
falta”. El escritor Antoine de Saint-Exupéry nos regaló esa metáfora que es El
principito y exclamó: “Los niños han de tener mucha tolerancia con los
adultos”. “El medio mejor para hacer buenos a los niños es hacerlos felices”,
escribió Oscar Wilde, aquel hombre desventurado por la rigidez de la moral
victoriana que lo mató de hambre en París y que nos legó El príncipe feliz.
Esto porque precisamente desde el
adultocentrismo -esa posición que nos recuerda a lo patriarcal- ha mirado a los
niños (y niñas, como se dice ahora, aunque el lenguaje las incluye) casi como
esos seres a los que hay que domesticar. Colocados sus uniformes, cortados el
cabello, caminando en una educación pensada como una fábrica, los niños -como
si fuera la música de ‘La pared’, de Pink Floyd- van directo al matadero.
También tuve un profesor que se reía de mis poemas.
Por suerte, hay espacios donde
los niños viven a plenitud. Hay verdaderos maestros -en el sector público y el privado-
que aún creen en ese espíritu de asombro de los niños, que nos hablaba el sabio
chino. Son los que nos devuelven la esperanza como en la película Los coristas,
dirigida por Christophe Barratier. Allí vemos como el ‘fracasado’ profesor
Clément Mathieu llega al orfanato Fond de l’Etang (El fondo del estanque), que
es el hogar de niños ‘difíciles’. Y, entonces, sucede la magia al crear el coro
y transformar la vida para siempre.
En este sentido, otro filme donde
aparece un niño es Cinema Paradiso, del director Giuseppe Tornatore,
donde aparece Toto y la magistral música de Ennio Morricone. Todo esto a
propósito del Día del Niño y sus derechos, que nos devuelve a nuestra propia
infancia. Una época que nos recuerda Serrat: “Tenía diez años y un gato / peludo,
funámbulo y necio, / que me esperaba en los alambres del patio / a la
vuelta del colegio”.
Tenía
previsto hablar de los escándalos de la FIFA y sus carcamales, pero es
preferible hablar de los niños antes de que la sociedad les ponga corbata y
corsé. “Solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”,
decía el zorro al Principito. (O)
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