En
estos días Ibarra rememora los 143 años del retorno de 550 habitantes,
aproximadamente, para refundar su ciudad tras el terremoto de 1868. Lo hicieron
desde mediados de abril de 1872, después de cuatro años en Santa María de La
Esperanza, donde buscaron refugio. La ciudad fue destruida completamente y poco
se conoce de las épocas pasadas, principalmente de la Colonia cuando era conocida
como la Bella Villa, según refiere Juan de Velasco, quien llegó siendo muy
joven antes de la expulsión de los jesuitas en el siglo XVIII.
Sin
embargo, hay otro cronista. Mario María Cicala, cura jesuita, nos dejó una
visión de cómo eran nuestros antepasados. Cicala nació en Sicilia (isla
italiana del Mediterráneo) en 1718. Realiza sus estudios en el Seminario
Mesina, dirigido por la Compañía de Jesús, a la que ingresa muy joven. Va a
España a realizar su noviciado, en 1742, y le llega el vértigo de ese fervor
que existía entre algunos jóvenes europeos por una vida trascendental en las
colonias del imperio español. Así, después de sortear peligros en su viaje por
el Atlántico -donde incluso estaban los temibles piratas ingleses- llegó, vía
Cartagena, a estas tierras de Dios.
Arriba
a Quito a finales de 1743 y estudia en su Universidad San Gregorio. De allí
-como se señala en la Monografía de Ibarra, tomo III, citando los estudios de
Aurelio Espinosa Pólit y las traducciones de Julián Bravo- llega hasta Ibarra
donde nos deja este valiosísimo relato de cómo eran nuestros tatarabuelos.
Hay
una dato curioso. El cronista habla del benigno clima que incluso lleva, al
mediodía, a que muchos moradores tomen una siesta. Aquí un fragmento:
“Los
ciudadanos de la villa de Ibarra son de robusta y fuerte corpulencia, por lo
común de bellos rasgos y vivos coloridos. Son de carácter dócil e índole afable
y amable; asimismo están dotados de generosa liberalidad, buenos ingenios,
agudos y rápidos, muy aplicados al estudio de las letras.
Ordinariamente
destaca casi en todos un temperamento pacífico, inclinado a la seriedad y
gravedad; es gente de gran honor y mantenedora de su palabra. Con los
forasteros y pasajeros son benévolos y obsequiosos. Las personas nobles y
civiles son muy urbanas, educadas y atentas; pero la plebe es basta, rústica y
de poca urbanidad; de algunos oí decir que era igualmente audaz, imprudente y
malcriada. Al presente no hay mucha nobleza, pues muchas familias nobles se han
trasladado a Quito. Es cierto que hace muchos lustros había en la ciudad mucha
nobleza y mayor número de gente plebeya. Mas desde que faltó el comercio y
desde que fue establecido en Quito y en casi toda la provincia el Monopolio
Regio del aguardiente de caña, comenzó a aniquilarse la ciudad, siendo
abandonada por muchísimos ciudadanos; además, con la introducción del
aguardiente y muchas fuertes epidemias pestíferas que con frecuencia han
asaltado a aquella ciudad, ha muerto gran número de gente y aunque su
territorio permanece poblado, sin embargo la ciudad ha quedado escasísima de
habitantes, por lo que apenas si hay en ella de cinco a seis mil almas”.
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