domingo, 3 de mayo de 2015

De tigrillos y otras hierbas



Las ciudades tienen sus marcas. Y en gastronomía, esas señas de identidad son una constante. Zaruma con su tigrillo (que no es carne de tigre sino un platillo con plátano), Jipijapa y los dulces, Esmeraldas con el tapao, Sangolquí y su hornado, Azogues y las cascaritas, Salcedo y sus helados, Ambato y sus llapingachos... la lista es larga.

¿Quién no sabe que Ibarra es la cuna de los helados de paila y las nogadas?, pero hay más. Por ejemplo, algo que no se conoce son las inigualables empanadas de morocho, porque se cree que estas son parte sustancial de un estadio de Quito. Para entrar en asunto, un poco de historia para quienes eligen este destino en estos días.

Ibarra fue fundada en 1606 en el antiguo valle de los caranquis, quienes florecieron de 1250 a 1500 de nuestra era, un señorío étnico famoso por la diversidad de su maíz, domesticado hace 6.000 años en la península de Santa Elena y Mesoamérica. Por eso, hasta ahora, no es casual que en la mesa de los ibarreños abunde el tostado, y más variedades de alimentos con base de maíz: humitas, tamales, mote, empanadas de morocho, choclos... En las festividades, especialmente en el solsticio por parte de los indígenas asentados en Ibarra, es posible degustar la chicha, hecha también de maíz (Zea mays).

La gastronomía de Ibarra es privilegiada. La urbe, al estar asentada en los 2.205 msnm, tiene el influjo de las montañas (habas, mellocos, papas, sobre los 3.000 msnm); pero también los valles cálidos, como el del Chota (yuca, fréjol, plátanos, sobre los 1.500 msnm), o incluso más abajo, sobre los 650 msnm, como Lita, de donde provienen la papaya, pero también la deliciosa guanábana para los helados de paila. Esto, en la época de los caranquis, se conocía como microverticalidad, es decir el intercambio entre los diversos pisos ecológicos, que aún sobrevive en los descendientes de los caranquis con el llamado trueque. A esto se añade la herencia hispánica.

Desde la época colonial se sabe que los ibarreños son golosos. Mario Cicala, joven jesuita que estuvo en la entonces Villa a inicios del siglo XVIII, cuenta de unos “dulces en cajita”, probablemente las tradicionales nogadas, con tocte o nuez andina y también en “cajitas”. Y más: Rosalía Suárez hace más de 100 años, popularizó los helados de paila.

La calle Olmedo es la vía de los sabores. Inicia al norte, con parrilladas populares, cerca al parque de La Merced, las empanadas de morocho y, un poco más allá (en la Olmedo y Oviedo), los remodelados Agachaditos (que llevan su nombre en recuerdo de los trasnochadores). Allí, la Municipalidad remodeló una antigua casa republicana y la convirtió en un elegante patio de comidas: guatitas, secos de pollo, papas con cuero, delicias populares. En toda la urbe hay huecas patrimoniales (sitios emblemáticos del patrimonio gastronómico), pero sobresalen los platos típicos del sector de El Alpargate o el pan de leche y helados en Caranqui, sin olvidar las delicias del mar, en el sector de la avenida Jaime Rivadeneira y Oviedo. No hay que perderse las fritadas Doña Zita o de la Eloy Alfaro.

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