En el laberíntico texto de Ítalo Calvino, Las ciudades
invisibles, se lee que en Despina, la ciudad del deseo, este aparece según se
llega por tierra o por mar. En Ottavia, en cambio, la angustia existencial es
su motor; mientras que en Adelma, el viajero reconoce el rostro de sus muertos
en las caras de los habitantes.
La tesis de Calvino es que todas las ciudades, las
existidas y por existir, se pueden imaginar una vez que se conocen sus reglas
primordiales. El tiempo pierde así su primacía y se desvanece completamente en
el espacio de la conciencia. Las ciudades imaginarias son el lugar de la
experiencia simbólica, comparten el vínculo con el absoluto de la poesía, para
recordar a Cortázar.
Quito también es una ciudad del deseo. Como todas, está
construida desde la literatura, desde esa Quiteida, del poeta Remigio Romero y
Cordero, pasando por el Nuaycielo comuel dekito, de Huilo Ruales Hualca, hasta
los grafiti de los noventa: “Ciudad, pobre sirena/no caeré en tu océano”. Pero
era precisamente ese asfalto impersonal el que empuja a escribir: “Ciudad amansadora:
déjanos en paz” o “Quito: un panteón entre montañas”. Y estaban también las
huidas a otros continentes, allende el mar: “Ciudad: entre el charco y la
despedida”. Por eso, entre el frío que se cuela hasta en el aerosol era posible
encontrar: “Quito: ¿un manicomio?/¿un asilo?” O el recordado:
Quitemoloquitodeencima.
La evocada ciudad nos recuerda a Calvino: “Al hombre que
cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad”.
Atrás quedaron las cúpulas de Santo Domingo, la soledad de un domingo por la
tarde, la pasmosa subida por la calle del Suspiro, los artesonados donde
hombres de hierro juraron una lealtad que no verían nunca, el olor de la noche
después de la lluvia, los faroles intentando acurrucarse, los perros de la calle
(también los Perros Callejeros), las flores creciendo en el asfalto, antes de
salir de ese antro que era el Seseribó, con los clientes en los cuadros de
Stornaiolo. Y, claro, esa ciudad mentirosa de los centros comerciales, pero
también de las últimas tiendas, más arriba donde el indio Cantuña engañó al
diablo. Esa ciudad que olía a paella remedada y el esplendor de la iglesia de
la Compañía, construida de oro, probablemente con las manos de los esclavos
negros de las plantaciones del Valle del Chota.
Y, obvio, la Virgen de El Panecillo, cuyo génesis serían
los bailes indios que miró Bernardo de Legarda. Sin olvidar las comarcas que
esta ciudad serpiente engulló sin prisa: Guápulo, o los músicos de arriba en
Santa Clara de San Millán, y antes los que expulsó en ese teatro colonial que
originó la iglesia del Robo. O su mitología que nos habla de Quitumbe, mucho
tiempo antes que los incas llegaran buscando al Sol, y después cuando el
iletrado Sebastián de Benalcázar (hijo de la torre), huido por matar a una mula,
se cambiara el apellido de Moyano, como si al hacerlo dejara su esencia de
porquerizo. Pero también el rutilante español, porque no solo fue la espada y
las cadenas, para nombrar a Olmedo. Hay muchos Quitos, hoy he perdido a uno. (O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/quito-ciudad-del-deseo
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