El
Valle del Chota -también conocido como el Valle Sangriento- fue un enclave en
la colonia del poder jesuita, quienes poseían 132 haciendas en el siglo XVIII,
antes de su expulsión, donde literalmente se pasaba de una a otra. Además, como
lo revela Federico González Suárez -quien defendía la verdad histórica ante
todo- tenían esclavos arrancados directamente de África (más de 1.500 para sus
plantaciones cañeras y el tráfico de aguardiente). Ese esplendor, fácil de
comprobar en los retablos de la iglesia de La Compañía, de Quito, no dejó
rastro alguno en las comunidades que fueron explotadas. Y eso no fue lo peor,
porque después llegó la época de la hacienda.
Los 4
grados geodésicos que poseía La Compañía terminaron en otras manos y los
antiguos esclavos, pese a la manumisión de Urbina, continuaron su vida precaria
de exclusión, donde el factor racista -no solo por el color de piel- los
condenó y los condena a vivir en la otra orilla.
Es en
este contexto que hay que entender la obra de Alicia Villalba, quien trabajaba
para mostrar los fragmentos de la historia del pueblo afrodescendiente (no
quiero utilizar la palabra negro porque, como bien dice Frantz Fanon en su libro
Piel negra, máscaras blancas, también en las designaciones se cuela el racismo
y, obviamente, el discurso neocolonial).
Pero
las historias detrás del arte son curiosas. Villalba aprendió su arte de
máscaras por la iniciativa del belga Marco Ghysselinckx. Digo curiosas, porque
precisamente en Bélgica está el mayor museo de máscaras africanas que hurtaron
de sus colonias (los museos fueron concebidos como lugares para acomodar
despojos de guerra).
Pero
Ghysselinckx es de los otros, de aquellos que por su generosidad también debe
ser nombrado en esta historia. Y esto, porque el proyecto de realización de
máscaras en la Cuenca del Chota-Mira es una de las formas de ternura subversiva
contra la desmemoria. Pero Villalba fue más allá. De pedazos fragmentados, encontrados
en libros o en su pasión por la costura, emergieron piezas únicas que, de una
vez por todas, dejaron la artesanía (otra de las maneras que tiene el poder
para clasificar los objetos). Como sea, en estos días se inauguraron en el
Centro Cultural El Cuartel, de Ibarra, dos salas dedicadas a su trabajo.
La
primera -con una adecuada curaduría- exhibe máscaras, bisutería, ídolos, que
dan la impresión de asistir a un espejo de África; el otro es duro, como la
historia: están los desgarramientos del pueblo afro, están sus gritos. Son
esculturas realizadas con coraje. Cuentan el pasado y el presente. Desde sus
silencios nos hablan de un país que, aunque ahora se sabe, no acepta que por su
sangre también corre sangre de la Madre África, a la que tanto debemos. Sí,
porque no se podría entender el arte contemporáneo sin su influencia. Eduardo
Galeano, citando el estudio de William Rubin, del Museo de Arte Moderno de
Nueva York, señala que Picasso, Modigliani, Giacometti, Calder, Klee o Ernst,
le deben mucho de sus obras a la tierra de los tambores. Con 38 años, Alicia
Villalba está en la senda. Nadie dice que el camino es fácil. (O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/alicia-villalba-arte-afro-en-ibarra
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