Desde
el cuarto de estudiante, en un tercer piso de la calle Pereira, se
podía escuchar las campanas de la iglesia de Santo Domingo. Abajo,
estaba una suerte de peña, con el olor inconfundible de guayusa. Si nos
atrevíamos, en la plaza nos esperaban los famosos “agachaditos” de
guatita y, con más aliento, los secos de gallina de la Mama Miche donde,
según dicen, iba el mismísimo Fakir, César Dávila Andrade, a comer
fiado.
A
veces, salíamos con los otros estudiantes a rondar el barrio y, en la
calle Rocafuerte, se podía escuchar unos pasillos: “Todo lo que quise yo
/ tuve que dejarlo lejos / siempre tengo que escaparme y abandonar lo
que quiero”. Había un tema recurrente: “Yo soy paisano / me voy a Quito /
me han comentado / que hay lindas guambras / y que a los chagras nos
quieren mucho / porque toditos somos alhajas”. Seguía la tradición, como
mi tío Simón Arturo, quien migró a esa capital donde en alguna ocasión
llevó serenos con los mismísimos músicos ciegos quienes, una vez
borrachos y con sus acordeones a cuestas, los persiguieron en una noche
inolvidable.
Quito
es una ciudad también de provincianos, aunque exista la Asociación de
Quiteños Residentes en Quito, como una mofa al chauvinismo. Por allí
apareció un grafiti: “Fuera chagras de Quito”, pero abajo había un
añadido: “Quiteños: hijos de chagras”.
Con
el tiempo, escribí el libro “Quito: las calles de su historia”. Para
ello tengo cédula de ciudadanía: haber vivido en la Mama Cuchara, en una
casa enorme, una suerte de conventillo para ser sinceros, donde el
dueño de la morada tenía a su santa madre en una urna, en el último de
los patios. De esas historias del Quito profundo comparto el texto de la
calle Bolívar. Fue hecho cuando Quito fue declarada Ciudad
Iberoamericana de la Cultura, en 2004.
“A
San Francisco llegan las palomas, atraídas por la algarabía de la
plaza, que una vez fue un mercado precolombino. Antes se llamaba de los
Agachados de San Guillermo o de San Antonio: tiendas con panela y velas
de sebo; molinillos de harina de Castilla; cafés con humitas; colaciones
en los portales de Santo Domingo. Ahora, cuando la calle Bolívar llega a
la plaza parece esperar la estatua de Sucre, que mira al Pichincha, el
sitio de su máximo triunfo contra las colonias del antiguo régimen
español y su legado: espada, cruz, castellano y cadenas.
Los
héroes, dicen, solo mueren cuando son olvidados. La memoria de esta
América no solo está en los nombres de sus calles, porque no se cree que
Bolívar haya arado en el mar”. Siempre me resuena un grafiti: “Quito:
patrimonio de la soledad”.
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