domingo, 16 de diciembre de 2012

La sirena de Cuabungo


Las vertientes o pogyos, en quichua, son sitios sagrados para el mundo andino, porque allí se encuentra el agua, que llega de los montes considerados como deidades. En la mitología, las quebradas son sitios de sirenas, como el relato que comparto.
En el pueblo de San Roque, en Imbabura, no había otro como Antuco Mantilla. Lo de Antuco obviamente, le venía de Antonio y -como si se tratara del santo que ponen las solteronas de cabeza- poseía un magnetismo que la gente entendida dice que es tener  ángel o duende. ¿Cómo es eso? Bueno lo que ocurre es que Antuco era músico, pero no cualquiera.
Ese carisma para los tablados era un don envidiado por los otros mozuelos. Una tarde, decidió vagabundear por las estribaciones del cerro. Como el aire estaba fresco, decidió dirigirse a la quebrada de Cuabungo. Por el camino se retrasó, ora mirando el paisaje ora observando a alguna muchacha que pasaba hasta perderse por la fila de pencos.
Como sea, llegó en ese tiempo en que el Sol es devorado por las montañas, que se tornan azules a la distancia. Encontró un sendero. Lidió con unos espinos y escuchó el rumor del agua. Al colocar el pie en el estanque, una presencia le dejó fascinado: era una mujer que estaba dentro del agua. Su cabellera espléndida le caía en sus hombros desnudos. Sus labios eran altivos. Tenía la mirada penetrante, como la garúa que comenzaba a caer. El sonido del agua parecía escurrirse por su cuerpo. El agua golpeó sus caderas con un chorro bravío, que dejó una estela espumosa y blanquísima.
Antuco se imaginó que era una sirena, como decían las historias de quienes habitan en el mar. No tuvo tiempo de comprobarlo porque la mujer le habló:
-Trae una guitarra destemplada durante siete noches- le dijo.
Antuco perdió el aliento. Algo en el agua, como si fuera una extremidad de pez, se sacudió en la alberca de Cuabungo. No es preciso decir que Antuco volvió cada noche donde esta extraña mujer que le entregó el don de la música, en medio de las vertientes que bajan del Imbabura.
Guardó por mucho tiempo el secreto de la mujer-pez, que se parecía a la historia griega de las sirenas que cantaban a la distancia mientras el valiente Ulises escuchaba delirante sus cantos, aun cuando permanecía amarrado al mascarón de proa.
Pero Antuco más bien le debía sus dones a la mujer fantástica. Con el tiempo, integró la prestigiosa banda de San Roque. Dejó la guitarra y optó por la trompeta. A veces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el músico lanzaba un solo musical como si las melodías que salieran de la corneta pudieran llegar hasta la quebrada de Cuabungo.




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