Las
vertientes o pogyos, en quichua, son sitios sagrados para el mundo
andino, porque allí se
encuentra el agua, que llega de los montes considerados como deidades.
En la mitología, las quebradas son sitios de sirenas, como el relato que
comparto.
En
el pueblo de San Roque, en Imbabura, no había otro como Antuco
Mantilla. Lo de Antuco obviamente, le venía de Antonio y -como si se
tratara del santo que ponen las solteronas de cabeza- poseía un
magnetismo que la gente entendida dice que es tener ángel o duende.
¿Cómo es eso? Bueno lo que ocurre es que Antuco era músico, pero no
cualquiera.
Ese
carisma para los tablados era un don envidiado por los otros mozuelos.
Una tarde, decidió vagabundear por las estribaciones del cerro. Como el
aire estaba fresco, decidió dirigirse a la quebrada de Cuabungo. Por el
camino se retrasó, ora mirando el paisaje ora observando a alguna
muchacha que pasaba hasta perderse por la fila de pencos.
Como
sea, llegó en ese tiempo en que el Sol es devorado por las montañas,
que se tornan azules a la distancia. Encontró un sendero. Lidió con unos
espinos y escuchó el rumor del agua. Al colocar el pie en el estanque,
una presencia le dejó fascinado: era una mujer que estaba dentro del
agua. Su cabellera espléndida le caía en sus hombros desnudos. Sus
labios eran altivos. Tenía la mirada penetrante, como la garúa que
comenzaba a caer. El sonido del agua parecía escurrirse por su cuerpo.
El agua golpeó sus caderas con un chorro bravío, que dejó una estela
espumosa y blanquísima.
Antuco
se imaginó que era una sirena, como decían las historias de quienes
habitan en el mar. No tuvo tiempo de comprobarlo porque la mujer le
habló:
-Trae una guitarra destemplada durante siete noches- le dijo.
Antuco
perdió el aliento. Algo en el agua, como si fuera una extremidad de
pez, se sacudió en la alberca de Cuabungo. No es preciso decir que
Antuco volvió cada noche donde esta extraña mujer que le entregó el don
de la música, en medio de las vertientes que bajan del Imbabura.
Guardó
por mucho tiempo el secreto de la mujer-pez, que se parecía a la
historia griega de las sirenas que cantaban a la distancia mientras el
valiente Ulises escuchaba delirante sus cantos, aun cuando permanecía
amarrado al mascarón de proa.
Pero
Antuco más bien le debía sus dones a la mujer fantástica. Con el
tiempo, integró la prestigiosa banda de San Roque. Dejó la guitarra y
optó por la trompeta. A veces, cuando
la fiesta estaba en su apogeo, el músico lanzaba un solo musical como
si las melodías que salieran de la corneta pudieran llegar hasta la
quebrada de Cuabungo.
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