Las
calles de Quito son una cartografía para entender la ciudad. Por
ejemplo, la calle Benalcázar, de la cual describo: Cuando Sebastián de
Benalcázar llegó a Quito, en 1534, había aún un olor a ceniza en el aire
de la
ciudad destruida. No importaba porque ya la había fundado a lo lejos.
Por ordenanza, se creó la Calle Real, eje del trazado de la urbe.
Se
llamó también Calle Angosta, y los primeros historiadores creían que
era la senda prehispánica que unía el Templo del Sol (Panecillo) con el
Templo de la Luna (San Juan). Las familias quiteñas poderosas no se
contentaron con sus patios de pileta y las llamaron por sus apellidos,
como si al nombrarlas así las poseyeran: calle Sáenz la denominaron, por
las charreteras de un general, más tarde
calle del Correo.
En
la vía está la Casa del Toro, con una escultura que recuerda el séptimo
trabajo de Hércules, con el toro de Creta. Al frente, la estatua de
Benalcázar mira hacia lo que fue su antiguo solar. No tuvo tiempo para
levantar su morada ni mirar la ciudad, que crecía en donde antes
caminaban otros dueños. Andaba con un sueño insaciable y para sus
encuentros con los nativos tenía un traductor para una sola palabra:
oro.
Otra
calle emblemática es la Venezuela: De plata fueron hechas las lunas
menguantes para los pies de las vírgenes de madera. Los devotos iban a
la calle de la Platería para pedir favores a sus santos a cambio de
joyas o indulgencias que solicitaban los conquistadores cuando se hacían
viejos, como perdón de sus pecados. Estos hombres de antiguas corazas
acaso querían olvidar sus sangrientas masacres contra los indígenas.
Iban
a las capellanías a pagar misas para toda la eternidad porque sabían
que las imágenes de madera eran benévolas con las almas atormentadas. En
1613, el Alguacil Mayor de Quito, don Diego Sánchez de la Carrera,
había llegado de allende el mar para decidir sobre la vida de los
quiteños. Acaso quisieron halagarlo y la calle se llamó De la Carrera.
En
la misma calzada, Antonio José de Sucre, patriota venezolano, construyó
su casa, con indicaciones que llegaban en cartas escritas en el fragor
de las batallas de Independencia. Unas balas de la infamia lo asesinaron
en Berruecos, pero nadie olvida que de Venezuela también llegó el
ejército libertario de llaneros.
En
las calles está no solamente la nomenclatura, sino la construcción de
un imaginario de siglos. Siempre regreso a la misma calle, la Pereira, a
una cuadra de Santo Domingo, en una época
cuando llegaba con los libros envuelto un talego de imágenes gastadas,
como diría Arreola.
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