La fundación de Ibarra, en estos días, trae a la memoria un
personaje, el capitán Cristóbal de Troya y Pinque, quien estuvo en
primera fila en la Rebelión de las Alcabalas, en 1592, que más allá del
rechazo al nuevo impuesto “reflejaba el descontento de una sociedad en
transición que ya no alcanzaba en el viejo orden establecido por los
encomenderos”.
Tras las disputas, Cristóbal de Troya, encomendero, regidor de Quito y
que había batallado contra los piratas, como el inglés Candi, en la
isla Puná, en defensa de la Audiencia, nuevamente está al servicio de la
Corona. Más que congraciarse -tras la revuelta de las alcabalas, que
formó parte junto a su suegro Moreno Bellido- busca cumplir una vieja
aspiración de las élites de la Sierra Norte de la Audiencia: la salida
al mar por Esmeraldas, y de allí a Panamá por el Mar del Sur, como ahora
se conoce a las pacíficas aguas que un día Balboa mirara con asombro.
Se requiere una villa que sea como “puerto de tierra”.
El propósito es que los productos puedan ir directamente a Panamá sin
pasar por Guayaquil, no solamente por la dificultad de los caminos,
sino por el monopolio que ejerce este puerto, que construye sin prisa su
astillero. Desde 1598, Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y
duque de Lerma, ha insistido al débil rey Felipe III para fundar una
villa. Otros petitorios se han hecho: Conde de Monterre, en 1605, Juan
del Barrio Sepúlveda, Oidor de la Real Audiencia; y Fray Pedro Bedón,
vicario de los dominicos; y el capitán Hernán González de Saá.
Pasa el tiempo, ahora Troya está en la explanada natural del valle de
Carangue -en la antigua y desolada tierra de los caranquis que poblaron
mil años, construyeron 5.000 tolas y comerciaban como hermanos en los
diversos pisos ecológicos-, junto con Pedro Bedón y más clérigos, junto
con vecinos, y algún cacique que se ha sumado a la petición para fundar
la nueva villa el 28 de septiembre de 1606. Ha sido enviado por el
presidente de la Audiencia, Miguel de Ibarra (que significa ribera en
vasco). Este funcionario, preocupado por los textiles y la salida al mar
por Esmeraldas, ha tenido que soportar varios frentes.
Parte de los terrenos de la nueva villa ha sido comprada al poblador
Antonio Cordero y a la última nieta del inca Atahualpa, Juana Atabalipa.
Los antiguos dueños -los huambracunas- miran desde lejos cómo el
capitán Cristóbal de Troya estampa su firma en nombre de un rey y un
dios que les son ajenos: En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, en quien
debemos creer y adorar…
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