De
las mitologías de legado colonial, que trajo la idea del pecado, se
destaca la Caja Ronca. Esta es una versión del suscrito para el libro
“Jugando con el abuelo”, del Ministerio de Cultura de Ecuador…
Había
una vez, hace mucho tiempo, un chiquillo tan curioso que quería saber
en qué sueñan los fantasmas. Por eso escuchaba con atención la última
novedad: una procesión de aparecidos que merodeaban las oscuras
callejuelas.
Los
mayores decían que estos seres hacían penitencia, desde ultratumba,
porque debido a su avaricia dejaron escondidos sus tesoros. Entonces,
mientras alguien no descubriera esos entierros debían andar por este
mundo, aterrorizando al
prójimo.
Mateo,
que así se llamaba nuestro personaje, era tan fisgón al punto de estar
dispuesto a pasarse una noche esperando a las almas en pena. La
oportunidad se presentó cuando su amigo Juan Alfonso, un mozuelo de ojos
vivaces, tuvo que ir a regar la chacra.
-Seguro
que vemos a la mismísima Caja Ronca, que lleva el arcón de joyas de los
difuntos, dijo Mateo. A lo lejos se escuchó una flauta y un tambor y
pesadas cadenas. Y lo vieron todo.
Subido
en una carroza, estaba un personaje siniestro. Las lenguas de fuego lo
acariciaban y por su enorme tridente se trataba del mismísimo Lucifer
salido del infierno. Eso a juzgar por sus ojos resplandecientes
como carbones encendidos y sus cuernos afilados, golpeados por una luz
intensa que despedía esa procesión funesta de cucuruchos.
Este
señor de las tinieblas iba recio y parecía que de sus ojos emanaban las
órdenes para que sus fieles, arrastrando cadenas amarradas a sus pies,
caminaran en un arrepentimiento fúnebre. De su mano derecha sobresalían
una uñas afiladas confundidas con su capa escarlata que flotaba por
encima del carromato de ruedas inmensas.
De
pronto, la visión del averno fue interrumpida. La puerta crujió. Al
frente de los muchachos se encontraba un cucurucho quien extendió su
mano para entregarles dos desmedidas veladoras verdes.
Las
primeras beatas que salieron de la iglesia de San Francisco los
encontraron casi sin alma, mientras echaban espuma por sus bocas. A su
lado hallaron dos canillas de muerto, que no eran otra cosa que las
veladoras entregadas por el cucurucho de caperuza morada.
La
curiosidad de Mateo tuvo su recompensa. Los dos amigos fueron los
primeros invitados para relatar los sucesos de la temible Caja Ronca, en
medio de la admiración de sus oyentes. Sin embargo, a veces, había que
recogerse antes de la medianoche porque un tambor
insistente se escuchaba a la distancia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario