Cuando
Mo Yan, seudónimo que quiere decir “No hables”, se enteró de que la
Academia Sueca le había otorgado el Premio Nobel de Literatura comentó
de manera austera que solo quería estar en el campo con su familia
comiendo “baozis”, humildes buñuelos rellenos de carne, típicos de
China. Se sabe que rechazó un Ferrari, anunciado por un apurado
filántropo, y que el dinero del premio lo utilizará para comprarse una
casa, que probablemente construirá en su actual hogar de apenas cien
metros cuadrados, morada de tres
generaciones.
Admirador
de Faulkner y de García Márquez -con su realismo alucinatorio- su
literatura y su vida tienen un sentido filosófico de vida. Su obra más
famosa es “Sorgo rojo”, llevada al cine. Más allá de las críticas
injustas recibidas y hasta envidias, Mo Yan nos recuerda a esos sabios
taoístas despreocupados, que por medio de alegorías, de relatos orales,
logra una intrincada y laberíntica obra como si se tratara de los
pergaminos de Melquíades.
Su
literatura no es condescendiente con la realidad de su país, aunque
muchos -como en todos lados- lo han acusado de oficialista. Su obra es
parte de esa gran tradición china que Occidente aún tiene que descubrir,
en una tierra donde alguna ocasión levantaron una inmensa muralla y un
emperador destruyó todos los libros para anular el pasado.
Creo
que para entender a Mo Yan hay que volver a las antiguas fuentes, no
precisamente del confucianismo, una de las estrategias del poder, sino
del taoísmo, de la mano de Lao Tsé. Allí está una sabiduría de lo
insensato, las ventajas del disfraz, la fuerza de la debilidad y la
sencillez de los verdaderamente complicados, como nos recuerda Lin
Yutang.
No se podría entender de otra manera que el laureado escritor
siga aferrado al campo, en una provincia de China, al parecer, bajo el
influjo del Tao: “La mayor sabiduría parece estupidez / la mayor
elocuencia semeja tartamudez”.
Eso
nos recuerda al poeta Tao Yuanming, 372 al 427 de N.E., quien en su
juventud aceptó un cargo oficial de poca importancia. Cuando un delegado
del gobierno llegó, su secretario le dijo que debía recibirlo con una
túnica y debidamente arreglado. El poeta suspiró y exclamó: “No puedo
doblegarme y hacer reverencias por cinco fanegas de arroz”, e
inmediatamente renunció para escribir su famoso poema “¡Ah, a casa
vuelvo!”, cuyos versos dicen: “¡Ah, a casa vuelvo! ¿Por qué no volver,
si veo que mi campo y mi huerto de cizañas está lleno? Yo que he hecho
de mi alma un esclavo de mi cuerpo: ¿por qué tener pesares y dolerme a
solas?… hoy sé que estoy en lo justo, si ayer el error fue completo”.
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