Al hombre que transita por tierras selváticas le acomete el deseo de una
ciudad, nos dice Ítalo Calvino, en el libro Las ciudades invisibles. Desde sus
orígenes, las polis son míticas. Oswaldo Soriano decía que Borges -tal vez
alejado por su temprana ceguera- se había inventado una Buenos Aires exaltante
y épica que nunca existió. “Cortázar, en cambio, necesitaba asomarse al sucio
Riachuelo que Borges había mistificado en poemas y cuentos donde los
imaginarios compadritos del arrabal asumían un destino de tragedia griega”.
Borges en sus poemas sobre ese entorno de casas con patio, parras,
aljibes y viejas conversaciones nos dice: “En busca de la tarde / fui apurando
en vano las calles. / Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra…”. Esto
saco a colación porque, en estos días, nuevamente Quito está nominada como
destino de Sudamérica. La ‘Florencia de los Andes’ la nombró hace algún tiempo
la revista National Geographic, con todo y su gallito de la Catedral, con sus
campanas y quebradas que evocan antiguas cartografías sagradas en los montes
que aún esconden ritos del Sol y la Luna.
Pienso en ese libro de Remigio Romero y Cordero titulado La Quiteida (si
otros tuvieron La Eneida, ¿por qué nosotros no tener unos versos escritos en
acero?). Está el mito de Quitumbe, que probablemente dio el nombre de Quito,
según refiere Darío Guevara. Está el recuerdo de los grafitis de finales del
siglo XX: ‘Quito: patrimonio de la soledad’ o ‘Quito: un panteón entre
montañas’, con todo y ‘Torera’. Cada uno tendrá sus propias miradas de esta
ciudad con una virgen alada que vigila, porque es como una sierpe de fragores
que se extiende desde Carapungo (puerta de cuero en kichwa) a Guamaní (guamán
significa gavilán), sube a las faldas del Pichincha y se pierde en la niebla de
Guápulo.
La primera ocasión que encontré a Quito fue tras el velo de una
habitación de estudiante en la calle Pereira. Tenía el privilegio de una vista
espléndida: una pared blanquísima que dejaba adivinar las cúpulas de Santo
Domingo. Y allí, los olores de las calles y las vivencias: las rocolas donde
los amores náufragos se parecían a esas evocaciones de César Dávila Andrade que
conversaba en los lupanares para escribir Boletín y Elegía de las Mitas: “Y a
un Cristo, adrede, tam trujeron, / entre lanzas, banderas y caballos”. Cuentan
que una noche, el Fakir se sacó su leva para colocarle a un mendigo, los dos
ateridos de frío.
El Centro Histórico era visto como un espacio envuelto en una neblina de
marginalidad, pero también de una historia cotidiana que se construía más allá
de sus callejuelas y monumentos. Ahora, es un lugar también de turismo, como La
Ronda, una de las calles más lindas del orbe.
Es una experiencia inmensa ascender por las gradas de la calle Mideros
para, como en el poema, encontrar un huequito para mirar a Quito. De allí hasta
San Francisco, para saber que Cantuña se salvó por una piedra que los
diablillos no alcanzaron a colocar en el prodigioso atrio. Además del díscolo
padre Almeida en busca de fandangos.
Me quedo con el libro Quito eterno de fray Agustín Moreno. Quizá la
ciudad ya es otra
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/quito-ciudad-eterna
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