Dos libros fundamentales están
atribuidos al divino Homero -algunos dicen que era un aedo, que significa
cantor, ciego-, La Ilíada y La Odisea. El primero inicia así: “Diosa, canta del
pelida Aquiles la cólera desastrosa que asoló con infinitos males a los griegos
y sumió a la mansión de Hades a tantas fuertes almas de héroes que sirvieron de
pasto a los perros y a todas las aves de rapiña”.
El segundo relata las
asombrosas aventuras de Ulises, quien no podía volver a la amada Ítaca, bajo la
maldición de Poseidón: “Musa, dime del hábil varón que en su largo extravío,
tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya, conoció las ciudades y el
genio de innúmeras gentes”. La Ilíada es un libro de guerras, de traiciones, de
embustes de un prodigioso caballo de madera; el otro, en cambio, nos muestra a
los cíclopes, sirenas, y a Ulises amarrado al mascarón de proa. El uno muestra
las historias de las batallas y su épica, el otro de la mitología y sus seres
fantásticos. Los dos libros, en su tiempo, eran considerados como historias
reales y nacieron de la tradición oral. En La Ilíada, en su primer párrafo,
habita la muerte en la ira, los héroes comidos por los perros y las aves de
rapiña, en La Odisea, nos promete las aventuras de un hábil varón perdido,
después del combate, y el acercamiento a otras gentes. Y eso, porque desde el
inicio de un texto, además de su tensión y su ritmo, podemos advertir su
argumento.
Son diferentes miradas desde
la época de los griegos, con un Platón que defendía el mito ante un Aristóteles
que profesaba la razón. Y esta razón pura -a lo Kant- ha sido declarada como
valor absoluto de la cultura de Occidente. Por eso los relatos de los abuelos y
abuelas pasaron a ser una superchería porque el mito dejó de ser considerado
como una revelación de los dioses.
Además, es una antigua disputa
entre dos vertientes, la una iniciada por el primer historiador griego
Heródoto, quien fue a Egipto para encontrar las simbologías de antiguas
prácticas mortuorias, y la otra, por Tucídides, historiador militar, donde sus
evidencias de causa-efecto dejan a un lado a la intervención de los dioses.
En Occidente, la historia de
las batallas triunfó sobre los mitos. De allí que Pío Jaramillo Alvarado
señalaba que: “Los viejos y cultos europeos han borrado nuestra prehistoria de
una plumada irrespetuosa por haber encontrado las tradiciones de su origen
confundidas con la fábula. El sentido de la historia no tiene la rigidez de un
proceso judicial, y sus métodos son deductivos, inductivos, de observación y de
experiencia. No es el testimonio escrito lo que siempre se ha de exigir sino
que, en la naturaleza, en las capas terrestres y hasta en las convulsiones
volcánicas, se han de rastrear los datos de la vida de un pueblo... nada hay
tan respetable como la leyenda”.
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/la-venganza-de-cantuna
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