Acaso, el mejor texto para recordar a alguien que se
encamina en la barca al Hades sea el poema que Jorge Manrique escribió a la
muerte de su padre en el siglo XV: “Recuerde el alma dormida, / avive el
seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene
la muerte / tan callando; / cuán presto se va el placer, / cómo, /
después de acordado, / da dolor; / cómo, a nuestro parecer, /
cualquier tiempo pasado / fue mejor”.
Tras la desolación, saber que –en el caso de Fray
Agustín Moreno Proaño, fallecido hace una semana- queda su espíritu, no
solamente en su sapiencia sino en la profunda enseñanza de vida, que nos lleva
a creer en la condición humana. Y otra, en mi caso, la gratitud. Y también de
Quito, ciudad que amó entrañablemente y que, como se ha dicho en estos días,
fue merced a su libro “Quito Eterno” que se abrieron las puertas para la
Declaratoria de Patrimonio de la Humanidad de la ciudad de las campanas. Obviamente fueron muchas personas como Rodrigo
Pallares, pero fue merced a esta obra, que llegó oportunamente a los
funcionarios de la Unesco en 1978, que se develó a esta ciudad que no habían visto
nunca.
Quizá la mejor definición nos da Jorge Núñez Sánchez, director de la
Academia de Historia de Ecuador: fue uno de aquellos personajes que la
antropología contemporánea denomina como “tesoros humanos del patrimonio
cultural”.
Nacido en Cotacachi en 1922, sobrino de Segundo Luis Moreno –ese
prodigio que encontró en las claves de lo clásico nuestra música- Fray Agustín
podía combinar su erudición, sin resultar petulante, con un fino humor. Tras servirse un buen locro con habas y con la barriga
contenta exclamaba: ¡Se llenó el púlpito! Así era y, creo, que así hay que
recordarlo. De allí que en la Academia es ya famosa su frase para
cualquier brindis: “Si Dios en su
gran bondad/ aquí bebiendo nos tiene, / será porque nos conviene. / ¡Hágase su
voluntad!”.
Huelga decir que era un historiador profundo y que esa
faceta anecdótica viene a la memoria como una manera de exorcizar su partida. Quizá, como siempre ocurre, el mejor homenaje es volver
a sus doctos volúmenes, como el libro de toda su vida sobre Fray Jodoco Rique y
Fray Pedro Gocial. Comparto los primeros párrafos de su “Quito Eterno”, de este
“fraile menor” que nos enseñó a amar la historia, con generosidad.
“La ciudad
de Quito debe su origen inmemorial a un héroe mítico llamado Quitumbe. Es posible que los primeros hálitos de su venerable
antigüedad se remonte a unos ocho o nueve mil años, poco después de la llegada
del hombre primitivo a las colinas de “el Inga”, al oriente del cerro Ilaló, en
la provincia de Pichincha, según las fechas establecidas sabiamente por el Dr.
Robert E. Bell en sus estudios sobre el paleolítico en el Ecuador. En la lengua
Cayapa, Quito querría decir “Tierra poblada” (“Qui” –población; “To” –Tierra).
En lengua Colorada, Quito significaría “Hacer Tierra (“Qui” –hacer; “Toa”
–Tierra), encontrar la tierra deseada, quedarse en la Tierra por excelencia”.
Es verdad lo que decía Manrique: “que aunque la vida perdió, / nos dejó
harto consuelo / su memoria”. (O)
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