El
lenguaje que heredamos no solo nos trae palabras, sino estructuras, dice Alex
Grijelmo, en “La seducción de las palabras”, para recordarnos que son estos
símbolos lo que nos representan. Nos dice que el espacio verdadero de las
palabras, el que contiene su capacidad de seducción, se desarrolla en los lugares
más espirituales, etéreos y livianos del ser humano.
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“Las
palabras son los embriones de las ideas, el germen del pensamiento, la
estructura de las razones, pero su contenido excede la definición oficial y
simple de los diccionarios”, señala Grijelmo. Entonces, en un escrito no
solamente está la presencia de quien lo hace sino también esa herencia cultural
simbólica que está presente en su lenguaje.
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Ángel
Rama, en su libro “La ciudad letrada”, nos recuerda que también la conquista de
América Latina se dio con la complicidad de las palabras (aún es fácil engañar
a los nativos –ese eufemismo- en los trámites jurídicos).
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No hay ningún propósito perverso en contar con una voz –que también es la voz de muchas voces-, una realidad que de otra manera pasaría a la fila de los informes fríos. Bien lo sabe la nueva historiografía desalentada por los expedientes jurídicos donde no es posible recuperar el aliento de una época. Es que más allá de las formas o las narrativas hay algo crucial para América Latina: la supervivencia de su memoria, que también está en la oralidad. ¿Hay palabras buenas o malas?
No hay ningún propósito perverso en contar con una voz –que también es la voz de muchas voces-, una realidad que de otra manera pasaría a la fila de los informes fríos. Bien lo sabe la nueva historiografía desalentada por los expedientes jurídicos donde no es posible recuperar el aliento de una época. Es que más allá de las formas o las narrativas hay algo crucial para América Latina: la supervivencia de su memoria, que también está en la oralidad. ¿Hay palabras buenas o malas?
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Borges,
citando a Coleridge, asegura que todos los seres humanos nacen aristotélicos o
platónicos. Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros que
son generalizaciones; para estos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de
símbolos arbitrarios; para aquellos, es el mapa del universo.
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Platón
vertiendo las ideas en su República perfecta o Aristóteles, acercándose a la
razón humana, le dan sentido a las palabras. Chesterton, para vindicar lo
alegórico, empieza por negar que el lenguaje agote la expresión de la realidad.
La primera historia generada por
Herodoto nos recuerda que la palabra está en la cotidianidad de la gente, en el
sentido de la vida y también en su mitología. Está precisamente en entender al
otro. Tucídides, su sucesor, lo entendió de otra manera: la historia estaba en
las grandes batallas y en los generales. Y esa manera de entender la historia,
desde la épica, ha sido parte fundamental de Occidente. Todo esto, observamos
cada vez que encendemos la televisión, con un añadido: para la visión
tradicional el país inicia en Quito y termina en Guayaquil, exceptuando cuando
ocurre un deslave en provincias.
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